Andrew Garfield hizo de jesuita en Silence sin saber que se enamoraría de Jesús.
La gente hace los Ejercicios espirituales de San Ignacio por diversas razones. Prepararse para el rol principal de un filme de Martin Scorsese no es una de las razones que se oyen más frecuentemente, aunque no sea probablemente la peor. A menudo, muchos hombres y mujeres hacen retiros para encontrar claridad sobre quiénes son o sobre lo que están llamados a ser. Supongo que así fue para Andrew Garfield, cuando le pidió a James Martin S.J., de America magazine, que lo guíe a través de los Ejercicios mientras se preparaba para actuar como el protagonista de la nueva película de Martin Scorsese, “Silencio”.
El padre Martin tenía dudas al principio. Pero Garfield buscaba algo. O a alguien. Y eso no es una mala razón. Al final, fue suficiente para Jim. Y más que suficiente para Dios.
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Era un día lluvioso en Los Angeles cuando almorcé con Garfield para hablar sobre su experiencia de los Ejercicios. Nos encontramos en un pequeño y bullicioso restaurante en Los Feliz, un viejo vecindario de Los Angeles que está debajo del icónico Observatorio Griffith justo al este de Hollywood. Llegué temprano. Él fue puntual. Los dos teníamos hambre.
Garfield parecía cansado. Era poco después del mediodía cuando nos encontramos y él ya estaba agotado.
Había estado trabajando por meses, promoviendo dos películas, filmando una tercera y preparándose para regresar a Londres para una próxima producción teatral. Traía una pequeña colección de cuadernos y un teléfono. Añade un ordenador portátil y una taza de café y pasaría por un estudiante universitario. Era la víspera de Año Nuevo, y estaba almorzando con un jesuita espiritualmente curioso a quien nunca había visto antes. No era exactamente la vida glamorosa de Hollywood que uno esperaría. Más bien una extraña cita religiosa a ciegas. Podía apreciar la fatiga.
Sin embargo, a pesar de su cansancio fue extremadamente amable, generoso con su tiempo y reflexivo en su conversación. Se aseguró de que fuéramos a comer. Ordenó una polenta y yo unos pastelillos de moras. Estaba cansado pero agradecido –agradecido por la oportunidad de recordar su experiencia de hacer los Ejercicios durante un año con el padre Martin, agradecido de recordar aquel lugar de gran profundidad y consolación tan distinto al lugar de autopromoción “hollywoodesca” donde nos encontrábamos en este momento mientras almorzábamos. “Esto es como el mercado de ‘riquezas, honor y soberbia’, haciendo referencia, sin que se le haya pedido, a una meditación clave de los Ejercicios espirituales. Fue una intuición aguda y un gesto amable. Hablaba mi lenguaje. Me hizo sentir en casa.
Después de conocernos rápidamente, comenzamos a hablar sobre cómo descubrió su vocación de actor y sobre qué tipo de experiencia espiritual lo llevó a los Ejercicios. “Las películas fueron verdaderamente mi iglesia”, dijo. “Cuando era niño, las películas y los libros eran todo para mí; no era nada especial en realidad, sino sólo que era donde me sentía en paz, era donde me sentía más yo mismo… seguro.”
Tal vez, como él dijo, la historia de amor de un niño no sea tan impresionante, pero luego añadió algo que me pareció ser una intuición muy ignaciana: “Los libros y las películas me transportaban a mi interioridad, al vasto paisaje interno de mí mismo”.
San Ignacio de Loyola fue transportado en forma semejante cuando empezó a escribir los Ejercicios espirituales. Después de un gran fracaso, herido mientras tontamente pretendía ser el héroe de una batalla sin esperanza, y con nada más que una grandísima sed de novedades para ocuparse durante su larga y dolorosa recuperación, Ignacio comenzó a leer. Pronto se dio cuenta de que la consolación que buscaba, la salud que necesitaba, no iba a encontrarla en las fantasías de los libros de caballería, sino en las vidas de los santos. Más aún, se percató de que se le estaba revelando una vida más profunda y satisfactoria no sólo en el ejemplo de los santos, sino en las encrucijadas de sus propias pasiones. La realidad herida de su vida interior se tornó en un lugar de imaginación agraciada. La conversión de Ignacio comenzó cuando se volvió sensible a la complejidad de su propia interioridad.
En mi conversación con Garfield, se hizo muy claro que compartía esa sensibilidad ignaciana. También quedaba claro que su “vasto paisaje interior” estaba, como muchos de los nuestros, lleno de heridas y de vulnerabilidad. Conocía bien la añoranza del amor y las instancias de sus tormentos.
“Me atraen las historias que intentan transformar el sufrimiento en belleza”, dijo. “Siento que he sido a la vez bendecido y maldecido con cierta cercanía al dolor… el dolor de vivir...” Se detuvo un momento como si estuviera juntando fuerza para decir lo que verdaderamente quería decir, y entonces el origen del cansancio que arrastraba salió a la luz: “…el dolor de vivir en un tiempo y en un lugar donde una vida de alegría y amor es [f..ing] imposible”.
Repitió este pensamiento varias veces en el tiempo que estuvimos juntos. Su vida había sido absorbida por la carga del amor, por la posibilidad, o la imposibilidad, del amor verdadero.
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Andrew Garfield tuvo, por falta de mejor palabra, éxito en los Ejercicios. “Hubo tantas cosas en los Ejercicios que me transformaron y me cambiaron, que me enseñaron quién era… y dónde creo que Dios quiere que esté”, me dijo. Es el mejor resultado de un retiro que uno podría esperar. Y su éxito no debería sorprendernos.
Su entrenamiento como actor lo preparó bien para la dinámica de la oración ignaciana, donde uno se imagina a uno mismo dentro de una serie de escenas bíblicas para alcanzar “conocimiento interno” de Dios y articular ese conocimiento en una vida de acción compasiva y servicio generoso. Lo que fue más sorprendente, lo que lo sorprende todavía, fue quedar enamorado.
Cuando le pregunté qué sobresalía de los Ejercicios, fijó vagamente sus ojos en un punto cercano, como si buscara algo en algún lugar de su memoria. Entonces, como si la pregunta lo hubiera traído a la experiencia misma, sonrió ampliamente y dijo: “Lo que fue realmente fácil fue enamorarse de esta persona, enamorarse de Jesucristo. Eso fue lo más sorprendente.”
Se quedó callado al pensarlo, movido claramente por la emoción. Apretó su pecho con la mano, justo abajo del esternón, en algún lugar entre sus entrañas y su corazón, y lo que dijo enseguida surgió con explosiones de alegría: “¡Dios! Eso fue lo más impresionante- enamorarme, y qué fácil es enamorarse de Jesús”.
De pronto empecé a darme cuenta de la autenticidad con que experimentaba la alegría del amor y el dolor de su frustración, el dolor de su ausencia. “Me sentí tan mal por [Jesús] y enojado por lo que le hacían, cuando finalmente llegué a conocerlo, porque le han dado un nombre muy equivocado. Tantas personas han hecho de él algo tan equivocado. Y ha sido usado para muchas cosas muy oscuras”.
Cuando digo que Garfield tuvo éxito en los Ejercicios, es exactamente esta profesión de amor la que prueba lo que digo: se enamoró de Jesús. Sufre con y por su amado. Y su sufrimiento compasivo se ofrece en una vocación que intenta ayudar a otros a amar y salvarse de la ausencia del amor. “Esa es para mí la hermosa agonía del crear”, continuó, “la hermosa agonía de nunca ser capaz de expresar completamente la posibilidad de amar y la posibilidad de amar como él nos enseña, y vivir como él quiere que vivamos. Mi compulsión por el trabajo es este deseo de expresar precisamente esto”.
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La experiencia de enamorarse de Jesús fue tal vez tan sorpresiva para él, porque Garfield, como mucha gente, vino a los Ejercicios buscando otra cosa. Lo que trajo a los Ejercicios no fue un deseo explícito de conocer a Jesús sino más bien un sentido doloroso y persistente de su propia “insuficiencia”.
Como Ignacio antes que él, Garfield era una persona joven buscando su propio lugar en el mundo. Y, como muchos de nosotros, detrás de esta búsqueda traía un miedo muy profundo, un miedo de no ser suficientemente bueno. “Lo principal que quería sanar, lo que me trajo a Jesús, y lo que llevé a Ejercicios, fue este sentimiento de insuficiencia”, dijo. “Esta sensación de estar siempre añorando la expresión perfecta de aquello que está dentro de nosotros. Es la herida de no ser capaz de alcanzar esa suficiencia. Es la herida del sentir que lo que tengo para dar nunca es suficiente”.
Muchos de nosotros vivimos con miedo al fracaso, pero lo que no nos damos cuenta frecuentemente es que no es el miedo al fracaso lo que nos molesta; sino el quedar expuestos. No es difícil fracasar, eso nos pasa a menudo. Es que la gente se dé cuenta de que fracasamos. Lo que verdaderamente nos duele es que seremos señalados como fracasados. Cuando todo lo que quiero es que me aprecien, ser visto es lo que deseo; si tememos no ser dignos de ese aprecio, lo que más nos aterra es ser visto. Esta tensión es algo que Andrew Garfield conoce muy bien.
El momento que él recuerda como el más profundo de la experiencia de la presencia de Dios en su vida fue justo antes de su primera presentación pública al terminar en la escuela de teatro. Iba a hacer el papel de Ofelia en el Hamlet de Shakespeare en el Teatro del Globo de Londres. “Faltaban dos horas y, de pronto, sentí que me iba a morir”, recuerda, “sentí de verdad que si me subía al escenario iba a quemarme desde dentro. Nunca había sentido tanto horror, como un espanto mortal, sentirme totalmente incapacitado, dudoso de todo. Me daba terror ser visto. Terror de revelar y ofrecer mi corazón. Exponerme, decir ‘mírenme’.”
Para calmar sus nervios caminó y caminó por las orillas del sur del Támesis. Era un día muy nublado y en sus pensamientos buscaba escapar: “Empezaba a pensar que quería lanzarme al río. No tengo nada que dar, nada que ofrecer, soy un fraude.” Lo comprende ahora como un momento de oración: “Estaba pidiendo algo. Pedía ayuda”.
Y entonces escuchó a un cantante callejero cantando, muy mal, una canción que conocía, “Vincent”, de Don MacLean. Fue la imperfección de aquella presentación lo que más recuerda. “Si aquel hombre se hubiera quedado en cama diciéndose ‘no tengo nada que ofrecer, mi voz no es buena, no estoy listo para presentarme en público, no soy suficientemente bueno’. Si le hubiera hecho caso a esas voces, no me habría dado lo que en ese momento necesitaba”, dijo. “Su voluntad de ser vulnerable cambió en realidad toda mi vida. Pienso que entendí por primera vez cómo es que el arte crea sentido, cómo el arte cambia la vida de las personas. Cambió mi vida”.
Este momento compartido de imperfección artística lo salvó: “Y literalmente las nubes se abrieron y el sol salió y brilló sobre mí y este hombre y empecé a llorar sin control. Y fue como si Dios me levantara la cabeza y me dijera: ‘has estado pensando que si sales al escenario te vas a morir. Pero, en realidad, es eso lo que te va a pasar si no sales’”.
Hasta entonces había vivido con esta tensión creativa –con la necesidad y un miedo profundo a la vez de ser visto. Si ser expuestos en nuestra imperfección es lo que nos aterra, habitar en nuestra vulnerabilidad es lo que nos redime.
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Entre las partes más conmovedoras de los Ejercicios para Garfield sobresalen las contemplaciones de la llamada “vida oculta” de Jesús. “Me pareció muy importante”, recordó. ”Cuando siempre me siento tentado a estar produciendo, ser visto, ser apreciado, etc., se me presentaba la belleza de vivir una vida oculta, de retiro para ofrecerme en un modo más profundo a mi arte, a mi vida y al mundo.” Si se tiene en cuenta su evidente incomodidad con las trampas de la celebridad, no sorprende esta atracción por una vida oculta. Además, estas meditaciones de la infancia de Cristo revelaron también un deseo de entrar en las partes ocultas de su propia vida –en sus heridas de insuficiencia, en los lugares desolados que llevamos todos, pero a los que muchas veces no sabemos ni por dónde entrar ni salir.
Sin embargo, tal vez el ejercicio más importante de Garfield no fue el de la vida oculta, ni sobre sus propias heridas, sino más bien sobre algo sagrado que se le revelaba, sobre la vulnerabilidad de Dios mismo. Durante la meditación del Nacimiento, se imaginó a sí mismo, como recomienda Ignacio, como un enfermero en el nacimiento de Cristo: “me sentí en casa ahí. Sentí como si eso fuera lo que estaba destinado a ser. Al servicio de aquella mujer que lleva a cabo este acto tan profundo”. Comenzó a entender cómo el antídoto contra la humillación podría ser simplemente la humildad. “Dios, quisiera poderme sentirme así siempre, en ese servicio humilde,” dijo. “Si pudiese convertir el acto de contar historias en un servicio, si pudiese servir y ser tan humilde como me fuera posible mientras lo hago…” Otra vez se pierde en la memoria de ese momento. Y no lo culpo. No es poca cosa.
Desde el principio de los tiempos, los actores han sido vistos como parteras. El actor, como pasa también con las personas que viven una vocación sacerdotal, se pone delante de la verdad y participan en su difusión a través de las palabras y los gestos, encarnando nuestras historias sagradas de amor y redención. Al contemplar el nacimiento de Cristo, Garfield llegó a percibir algo que otros actores y místicos parteras han sabido desde hace mucho tiempo –que es nuestra personificación del amor, nuestro servicio humilde, lo que nos convierte en el amor al cual aspiramos.
La experiencia de los Ejercicios es sagrada precisamente porque es un lugar donde llegamos a conocer la verdad del amor, ahí donde la personificación del amor se revela en Cristo. Sentirse participar en el trabajo de dar a luz amor que uno desea en este mundo es un momento místico para cualquiera de nosotros. No es fácil. Es, en todo sentido, un ejercicio y más que eso. Pero es sin duda alguna el regalo más grande que se pueda recibir.
Sin embargo, este acto de dar a luz amor en el mundo no nos libra del dolor del parto. La simple posibilidad del amor no remedia su imposibilidad, sino más bien, es la personificación del amor lo que nos redime a fin de cuentas. Es el trabajo del amor lo que nos salva. Es, en todo sentido, un trabajo en el que estamos inmersos.
“Estos ejercicios me pusieron de rodillas”, dijo Garfield, “y, sin embargo, aquí estoy, sentado delante de ti y luchando con la misma mierda. En comparación con los Ejercicios, hacer la película fue un acto secundario; y el estreno de la película ocupa el tercer lugar… y la profundidad de la experiencia sigue ahí. La profundidad de la experiencia de los Ejercicios fue suficiente. De este modo, hacer la película se sintió como algo mucho más profundo que cualquier otra experiencia artística que haya tenido, pero incluso la película misma no fue tan profunda como la experiencia de los Ejercicios, y eso que fue, de por sí, muy, muy profunda. Y ahora la película está por salir y yo estoy de regreso a esta ciudad superficial. Y estoy tratando de reconciliar todo esto.”
Permanecer enamorado no es sencillo, como tampoco lo es mantenerse en el espacio de un retiro o de un momento conmovedor de oración. El mundo vuelve a nosotros y nosotros a él. Pero cuando me preguntaba si Garfield confía todavía en la autenticidad de su amor, sonrío de nuevo, me miró a los ojos y me aseguró: “Oh, por Dios… eso fue suficiente. Si no hubiera hecho la película, de todos modos hubiese estado bien. Pero la única experiencia que no hubiera querido sacrificar, si tuviese que escoger… habría sido la de hacer esos ejercicios. Me trae mucha consolación. Es una cosa nos hace humildes porque me enseña que puedes dedicarle un año de tu vida a la transformación espiritual, deseándolo con sinceridad y poniendo en acción ese deseo, crear una relación con Cristo y con Dios, puedes entonces perder 40 libras, sacrificarte por tu arte, orar cada día, vivir célibe por seis meses, hacer todos estos sacrificios en servicio de Dios, en servicio de lo que crees que Dios te está pidiendo hacer, e incluso después de todo ese empeño de corazón y alma, esa ofrenda humilde… esa humildad… incluso después de todo eso, cualquiera podría tirarte una piedra y descartarte. Es una gracia maravillosa ésta que se te puede dar, que se te puede mostrar. Y es una consolación enorme saber que a pesar de todos mis esfuerzas habrá alguien a quien no le caeré bien. Habrá al menos una persona que dirá que no valgo nada. ¡Es maravilloso!”
Si Garfield lucía agotado cuando nos encontramos, ya no lo parece. Mientras me cuenta sobre las gracias recibidas, se ve cada vez más alegre, riéndose a carcajadas. Incluso cuando reconoce que algunos lo tildarán de “inútil”, él se ve radiante y libre.
“Esta es mi oración sincera”, dice. “Pido a Dios que me haga más libre para ofrecerme con toda mi vulnerabilidad… y que estas otras voces, ya sean internas o externas, no tengan el mismo poder sobre esa llama, sobre la capacidad de ofrecer ese corazón más puro, abierto, vulnerable, roto… en servicio de Dios, en servicio del bien mayor, en servicio del amor, en servicio de lo divino. Siento que es esto lo que Dios me está mostrando. Y duele cuando me siento incomprendido o que nadie se fija en lo que intento hacer… pero estoy deseando que duela cada vez menos, de modo que me pueda ofrecer cada vez más en toda vulnerabilidad.”
En el fondo, los Ejercicios espirituales tienen que ver con la personificación del amor, no con su posibilidad. La posibilidad del amor, o su imposibilidad, nos paraliza. Pero la personificación del amor, el amor vulnerable, herido, golpeado que vi en el corazón de Andrew Garfield, la personificación del amor que él experimentó cuando se convirtió en partero para María, el amor que tiene por su “vida oculta”, el amor que vive en su deseo de ser visto con mayor profundidad y apreciado con mayor profundidad, el enamoramiento con el cual lucha en su relación con Dios y con los demás –esa personificación del amor es lo que nos redime a todos al final. Si la imposibilidad del amor nos deja en añoranza, en la personificación del amor encontraremos finalmente nuestra plenitud. Es en la personificación del amor donde descubriremos que somos suficientes [where we will discover our enoughness].
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Cuando llegué a Madrid me percaté, como si fuera la primera vez, de un paquete que mi padre me había dado un año atrás en mi cumpleaños. Es un simple bloque de aluminio en donde se leía en letras muy claras, “SOY SUFICIENTE” [I AM ENOUGH]. Ésta parece ser la gracia que Dios tenía en mente para Andrew Garfield, la gracia que todos los padres quieren para sus hijos: que podamos conocernos a nosotros mismos como nada más ni nada menos que la personificación de su amor. Y que ese conocimiento nos baste. Es la oración final que Ignacio recomienda hagamos en los Ejercicios: “Toma todo, mi Dios. Dame sólo tu amor y tu gracia, que eso me basta.”
traducido por traducido por Pedro A. Reyes, S.J.
This is a wonderfully written article that I really enjoyed. Thank you Brendan Busse. five nights at freddy’s