La historia de conversión más grande de la historia comenzó en el amanecer del 9 de diciembre de 1531, en un cerro en las afueras de la Ciudad de México. La implacable conquista española de los pueblos indígenas demostró ser ineficaz a la hora de difundir la fe católica; había producido un escaso número de conversos hasta ese punto.
Según la tradición, esa mañana un campesino indígena llamado Juan Diego reportó una aparición de la Bienaventurada Virgen María. Su mensaje fue simple, “Querido hijito, te amo”, le dijo. “Quiero que sepas quién soy. Soy la Virgen María, Madre del único Dios verdadero, de Aquél que da vida”.
Eso puede sonar insignificante, pero el mensaje político de la aparición fue muy importante. En medio de una violenta campaña que no reconocía la dignidad humana de las comunidades indígenas, María apareció como mestiza, una mezcla étnica entre la población española y la indígena.
En los siete años después de la aparición, ocho millones de indígenas fueron recibidos en la Iglesia. La tilma de Juan Diego, un manto donde se imprimió milagrosamente la imagen de Nuestra Señora, se convirtió en un símbolo espiritual para todo un pueblo. Incluso en la actualidad, la imagen continúa convirtiendo a miles de espectadores cada año. Tengo algo de conocimiento sobre eso, pues soy uno de esos conversos.
A los 15 años visité el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe como parte de un viaje (de la banda de guerra) escolar a México. No tenía ninguna conexión con la Iglesia católica en ese entonces; de hecho, no creo que conocía a nadie que fuese católico, pero entre la multitud de jóvenes en una visita forzada a una iglesia aburrida, puse mi mirada en la imagen de la Santísima Virgen en la famosa tilma, la cual continúa colgada en el santuario. No entré en trance ni experimenté una emoción avasalladora, pero una simple observación capturó mi imaginación y se quedó en mi memoria: María se me aparecía a mí.
“Los hombres confunden a menudo su imaginación con su corazón”, escribió Blaise Pascal, “y creen haberse convertido cuando empiezan a pensar en convertirse”. Es cierto que María no me convirtió en ese momento, pero la imagen se quedó en mi mente. Unos meses después, comencé el proceso de conversión en mi parroquia en Seattle. Mis padres protestantes estaban ligeramente disgustados, pero de inmediato reconocieron que si esta era mi rebeldía adolescente, el catolicismo era probablemente mejor que las drogas. Entré a la Iglesia a los 16 años y comencé la gran aventura espiritual de mi vida.
“La mente del hombre planea su camino, pero el Señor dirige sus pasos” (Proverbios 16:9). He aprendido que Dios pone la verdad ante nosotros en lugares inesperados. Nuestro trabajo es prestar atención y mantener nuestras mentes abiertas.
Algunas veces esta búsqueda de mente abierta tiene etapas contradictorias. Descubrí eso en mi corta y desafortunada experiencia en la universidad. Siendo hijo y nieto de académicos, debí ser un estudiante exitoso; sin embargo, era un trompista aspirante con poco interés en los estudios. Esto conllevó a un período de probatoria académica. Así que me dejé llevar por mi corazón y me lancé a una etapa apodada afectivamente por mis padres como “década sabática”.
Los primeros seis años, pasados en gira con un conjunto de cámara, suenan más glamorosos de lo que en verdad fueron. Imagínese manejar una van por todo el país con cuatro personas más, ganando $14.000 al año, y se puede hacer una idea. Sin embargo, este estilo de vida nómada tenía su recompensa. Conocí a una chica española en mis veintitantos años durante una gira en Francia. Tirando a la basura el lema de Pascal y confundiendo mi imaginación con mi corazón, me mudé a España en una persecución implacable, conseguí un trabajo en la Orquesta Municipal de Barcelona y comencé a trabajar en mi español.
Arriesgarse de esa manera a veces tiene su recompensa. Poco tiempo después, nos casamos y comenzamos nuestro camino de fe, juntos. Veinticinco años después, mientras nuestros hijos se convierten en adultos, tenemos la preocupación de que vayan a cometer alguna locura, como dejar la universidad o mudarse a Europa en búsqueda de amor juvenil. Le pedimos a Nuestra Señora de Guadalupe que ruegue por ellos.
La fuga de la pobreza
Las conversiones que vinieron después, fueron profesionales e ideológicas. Como bohemio nativo de Seattle y residente de Barcelona, mis opiniones políticas eran predeciblemente progresistas. Mi forma de pensar comenzó a cambiar al final de mis veintes, al regresar a los estudios por correspondencia mientras trabajaba como músico.
Me creía guerrero de la justicia social y tenía una actitud moderadamente hostil hacia el capitalismo. “Sabía” lo que todo el mundo sabía: que el capitalismo era bueno para los ricos, pero terrible para los pobres. La evolución natural de la libre empresa consiste en que los ricos y poderosos acumulan más y más recursos naturales, mientras los pobres son explotados. Esa situación tal vez le parecería bien a un seguidor de Ayn Rand, pero es difícilmente compatible con un devoto de Nuestra Señora de Guadalupe. ¿Cierto?
“Nuestros ancestros no tenían ningún concepto de que la pobreza masiva fuera un problema social que requeriría remedios. La carencia era simplemente la condición de todos”.
Como muchos de mi generación, para mí el símbolo de pobreza mundial era un niño muriéndose de hambre en África. Recuerdo una foto en mi infancia –creo que era de National Geographic– de un niño africano de mi edad. Tenía el estómago hinchado y moscas en la cara, y para mí se convirtió en el rostro humano de la verdadera pobreza. Al crecer, asumí, como la mayoría de estadounidenses, que las trágicas condiciones en las que se encontraba ese niño famélico africano habían empeorado. En la actualidad, más de dos tercios de la población estadounidense cree que la pobreza global ha empeorado en las últimas tres décadas.
Esta conjetura e ideas sobre el capitalismo se toparon con un obstáculo cuando comencé a estudiar economía. En realidad, aprendí que los niveles de pobreza se habían dado a la fuga. Desde 1970, la fracción de la población global que sobrevive con un dólar o menos al día (ajustado a la inflación) ha disminuido en un 80%. Desde 1990, el número de niños que mueren antes de su quinto cumpleaños ha disminuido más del 50%. La expectativa de vida y las tasas de alfabetización han aumentado continuamente.
Cuando nos enfrentamos con el sufrimiento, a menudo nos preguntamos: “¿Por qué algunas personas son pobres?” Pero la agobiante pobreza material fue la norma durante la gran mayoría de la historia humana. Nuestros ancestros no tenían ningún concepto de que la pobreza masiva fuera un problema social que requeriría remedios. La pobreza era simplemente la condición de todos.
Nada más en los últimos años, ese hecho cambió para cientos de millones de personas. Así que la pregunta correcta hoy sería: “¿Por qué algunas partes del mundo dejaron de ser pobres por primera vez en la historia?” y además, “¿qué podemos hacer para compartir esta histórica prosperidad con más gente?” La economía me enseñó que dos mil millones de mis hermanos habían escapado de la pobreza durante mi propia vida. Esto era un milagro moderno y tenía que encontrar su origen.
Para mi búsqueda del “porqué” de este milagro no era necesaria mucha investigación. Prácticamente todos los economistas de desarrollo en el área de política convencional estaban de acuerdo en la explicación principal. No fue el éxito de organizaciones internacionales como las Naciones Unidas (por más importante que sean) ni la benevolente ayuda extranjera las cuales sacaron a cientos de millones al borde de inanición. Más bien el reconocimiento se le debe a las cinco fuerzas interrelacionadas que estuvieron en medio de la remodelación de la economía mundial: la globalización, el libre comercio, los derechos de propiedad, la ley y la cultura de la iniciativa empresarial. En resumen, fue la expansión del sistema de la libre empresa estadounidense el cual efectuó este milagro antipobreza.
Reitero que esta es una conclusión académica convencional, no un cliché político. Los partidarios informados tanto de la izquierda como de la derecha están de acuerdo en estos puntos básicos. Como lo dijo el tan reconocido progresista, el presidente Barack Obama en una conversación pública que tuvimos en el 2015 en la Universidad de Georgetown, el “mercado libre es el productor más grande de riqueza en la historia –ha sacado a cientos de millones de la pobreza”.
Nada de esto es para afirmar que la libre empresa sea un sistema perfecto –pero más de eso en un momento. Tampoco es para decir que la libre empresa sea todo lo que necesitemos, pero lo cierto es que definitivamente ha mejorado la vida de cientos de millones. Mi opinión comenzó a ser aquella de que si realmente iba a ser un “católico Mateo 25” y vivir la enseñanza del Señor de “en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis”, entonces mi vocación era defender y mejorar el sistema que estaba logrando este resultado milagroso.
Así fue como alguien con poca probabilidad de ser católico, aún con menos probabilidad se convirtió en un seguidor de la libertad de empresa.
La trampa de la desigualdad
Mi nueva misión le dio significado a mi desencanto con la música. Tenía sed de un trabajo que sirviera a los vulnerables más de cerca. Ahora tenía un mapa que me apuntaba hacia ese futuro. Me gradué de la universidad a distancia poco antes de cumplir 30 años, y luego me involucré en un trabajo tradicional postgrado en el área de economía y dejé la música definitivamente para dedicarme a cursar un doctorado en Análisis Político. Eso me llevó a una carrera como profesor universitario, enseñando economía y emprendimiento social.
Mientras enseñaba las propiedades antipobreza de la libertad de empresa, una objeción común –especialmente por parte de mis amigos católicos– permanecía. “Está bien”, muchos decían, “entiendo que los mercados hayan mejorado el nivel de vida de cientos de millones, y eso es estupendo. Pero no han ayudado a la gente de manera equitativa. De hecho, el capitalismo ha creado más desigualdad de la que hemos visto antes”. Esto engendra preocupaciones con respecto al rico haciéndose más rico a expensas de los pobres, y el aumento de desigualdad de oportunidad. Mi reto como economista católico era responder esas preguntas de buena fe.
La evidencia de la desigualdad de ingresos parece estar en todo nuestra alrededor y ser irrefutable, particularmente en los Estados Unidos. Desde 1970 hasta hoy, los ingresos del 1% de estadounidenses se dispararon un 200%, mientras que cuatro quintos de los mismos, ha visto un crecimiento salarial de sólo 40%. En la actualidad, la proporción de ingresos que llega al 10% superior es más alta de lo que ha llegado desde 1929, la cumbre de la burbuja de los locos años veinte; y nuestra mediocre recuperación luego de la Gran Recesión seguramente intensificó estas tendencias a largo plazo. Emmanuel Sáez, un economista de la Universidad de California, estima que el 95% del aumento de ingresos en el país desde el año 2009 hasta el 2012, terminó en manos del 1% superior.
Si se toma esta evidencia en cuenta, es fácil concluir que nuestro sistema capitalista es incurablemente imperfecto. Sin embargo, al profundizar encontramos una historia más matizada.
Para comenzar debemos recordar que la desigualdad no es necesariamente mala cuando la otra alternativa es la igualdad de miseria absoluta, la cual era la situación en siglos previos. Algunos preferirían una nación de pobreza igualitaria a los Estados Unidos de hoy en día. De igual manera, la idea de que la desigualdad de ingresos mundial ha ido aumentando inexorablemente es incorrecta. Desde el año 1988 hasta el 2008, un período clave en la continua propaganda mundial de los sistemas de mercado, los economistas demostraron que el índice de Gini mundial –una medida común de desigualdad– en el peor de los casos ha permanecido nivelado y probablemente haya disminuido.
La verdadera preocupación yace en la presunta tendencia del capitalismo a crear resultados económicos radical e injustamente desiguales. Sin embargo, la mayoría de los lugares con niveles muy elevados de desigualdad no son baluartes de la libertad de empresa sin restricciones. Según el Banco Mundial, mientras Estados Unidos tiene el puesto 63 en la lista de los lugares con mayor desigualdad de ingresos, la China comunista tiene un puesto más alto (57). Argentina, el país de origen del papa Francisco, la cual se caracteriza más por decreto gubernamental y planificación económica que por libre empresa, figura en un puesto aún más alto (53).
Si el capitalismo en sí no causa desigualdad de ingresos, entonces ¿qué la causa? Parte de la respuesta se hace evidente luego de pasar unos días en China y Argentina. Es imposible pasar por alto que la prosperidad en estos lugares depende mucho del poder político y el privilegio, mucho más que en Estados Unidos. Si bien los Estados Unidos no es, en lo absoluto, perfecto en cuanto a esta puntuación, nuestro éxito relativo al desvincular potencias que no se basan en mérito del éxito económico tiene mucho que ver con la razón por la cual la gente tiene tantas ansias de establecerse aquí.
La mayoría de ustedes tiene una familia como la mía. Probablemente seas el o la descendiente no de la nobleza sino de gente ambiciosa que lo arriesgaron todo por escapar de la pobreza, la opresión o ambas. Al principio sabían que en los Estados Unidos también encontrarían pobreza y desigualdad –pero aquí esas condiciones serían mutables, y que alguna medida de prosperidad se podría lograr con trabajo duro y responsabilidad personal. Todo esto es doblemente cierto para los católicos americanos, quienes eran vistos por la élite como el modelo mismo de inmigrantes empobrecidos y vulgares. Las generaciones de inmigrantes católicos –tal vez Juan Diego sería uno hoy– aparecieron en nuestras orillas y en nuestras fronteras sedientos de trabajo y oportunidad. La atracción de nuestro país a los inmigrantes ha persistido hasta el día de hoy, desmintiendo así la idea de que los Estados Unidos es ahora algún tipo de distopía plutocrática.
Y, ¿qué hay del asunto del rico beneficiándose a expensas del pobre? Esta preocupación no tiene fundamento. Todos los grupos de ingreso en los Estados Unidos han visto un dramático aumento en su norma de consumo –no sólo desde la época colonial sino también en las últimas décadas. Hoy los datos oficiales demuestran que las comodidades tales como el aire acondicionado y la televisión a color –una vez literalmente inconcebibles– se han extendido por toda la distribución de ingresos. El 45% de los estadounidenses con ingresos por debajo del umbral de pobreza vive en una casa con tres o más habitaciones.
Por esa razón, una gran cantidad de economistas plantea que los datos del gasto en consumo de los hogares ofrecen una mejor medida de las realidades diarias de las familias, comparado con el ingreso antes de los impuestos. Muchos hogares pierden una cantidad significativa de fondos cuando pagan sus impuestos; muchos otros obtienen recursos significativos a través de transferencias gubernamentales y beneficios. Sin embargo, toda esta información se pierde en las estadísticas de ingresos convencionales. Esta omisión es bastante importante para los católicos, ya que nuestra opción preferencial por los pobres y las obras corporales de misericordia buscan mejorías concretas y específicas en cuanto a las condiciones de vida. Eliminar la pobreza debe traducirse en luchar para elevar las condiciones de vida a un umbral satisfactorio y en eliminar la grave carencia material. En términos matemáticos, debe haber un 10% inferior y un 20% de asalariados en cualquier sociedad. El problema moralmente relevante no es este truismo matemático, sino las condiciones en las que estas personas viven.
“Debe haber un 10% inferior y un 20% de asalariados en cualquier sociedad. El problema moralmente relevante no es este truismo matemático, sino las condiciones en las que estas personas viven”.
Entonces, ¿qué pasa cuando recurrimos a las estadísticas de consumo, las cuales pintan un cuadro más completo de lo que los hogares realmente gastan? Las alegaciones del reciente crecimiento desenfrenado en desigualdad se evaporan. Calculada de esta manera, la discrepancia no ha aumentado significativamente en décadas.
Dicho de otra manera, creer que nuestra economía es un juego de suma cero es incorrecto. Es cierto, a los ricos les va muy bien en los Estados Unidos, pero, ¿deberían pagar el diezmo y dar recursos no sólo a sus gobiernos a través de los impuestos, pero además contribuir voluntariamente con sus iglesias y organizaciones benéficas para ayudar a los más necesitados? Por supuesto. Sin embargo, no hay razón para deducir que su éxito fue directamente arrebatado de los pobres o la clase media. En cuestión de bienes materiales, todos estos grupos están increíblemente mejor hoy que antes cuando la libertad de empresa no había entrado en sus vidas.
Un asunto de mayor preocupación es la desigualdad de oportunidad económica. Los que han inmigrado al país no esperaban que sus situaciones económicas se transformaran en riquezas y lujo al llegar a los Estados Unidos. Pero sí creyeron –acertadamente– que cambiarían sus vidas estancadas en sociedades permanentemente estratificadas por vidas donde el trabajo arduo ofrece de manera más directa medios de prosperidad.
Desafortunadamente, la mejor información disponible señala que la movilidad absoluta está, sin duda, disminuyendo. En un estudio reciente realizado por Raj Chetty, un profesor de economía de Stanford, muestra que el porcentaje de jóvenes que ganan más que sus padres ha disminuido con rapidez. Su investigación demostró que a los 30 años, alrededor del 90% de aquellos que nacieron en el año 1940, estaban ganando más de lo que sus padres habían ganado con la misma edad. Sólo la mitad de los que nacieron en los años ochenta pudieron lograr la misma hazaña. Las expectativas de los estadounidenses parecen reflejar esta realidad: según una encuesta realizada a mitad del año 2015, sólo uno de ocho estadounidenses creía que sus hijos tendrían más ingreso disponible que los adultos de hoy.
De todas las inquietudes sobre la desigualdad, esta es la más válida. Desafortunadamente, es también la más difícil de resolver. Por ejemplo, que la redistribución forzosa de riqueza para disminuir la desigualdad vaya a regenerar oportunidades es, en el mejor de los casos, una propuesta sospechosa. Después de todo, los aproximadamente $20 trillones en pagos de transferencia resultantes de la guerra contra la pobreza, han comprado un sinnúmero de programas de bienestar para hacer que la pobreza sea un poco menos inaguantable; sin embargo, estos no han hecho nada significativo para que la pobreza sea más evitable. Hasta los gastos en educación, cuyo fin se supone que sea crear condiciones equitativas, han fracasado en su cometido. Aunque la brecha de logros haya duplicado por niño (en términos reales), la misma ha disminuido en un tercio entre estudiantes en la parte superior e inferior de la distribución de ingresos.
En conclusión, la desigualdad de ingresos no va en aumento ni mundialmente ni en los Estados Unidos. La desigualdad de ingresos no es un resultado propio del capitalismo, y tampoco crea pobreza o menos oportunidades. La desigualdad de ingresos es el enfoque erróneo de nuestras ansiedades sobre la libertad de empresa. La desigualdad de oportunidades es a lo que nos enfrentamos hoy, y debilitar el sistema de libre empresa no resolverá ese problema.
El Capitalismo para el Alma
Una vez respondidas las críticas católicas comunes sobre la desigualdad, me di cuenta de que sólo había escalado una pequeña ladera en el debate sobre la libre empresa. Una montaña mucho más alta se avecinaba: los efectos del capitalismo en el alma.
El argumento de los críticos es más o menos este: el capitalismo nos convierte en materialistas, en autómatas lucrativos. El capitalismo centra nuestra atención en la avaricia y las ganancias a costa de nuestras familias, nuestra fe, nuestras amistades e incluso nuestro planeta. El capitalismo le absorbe la vida a la vida.
El gran G.K. Chesterton expresó su objeción en su ensayo clásico Los tres enemigos de la familia. “Es imposible recalcar demasiado”, escribió, “que lo que destruyó la familia en el mundo moderno fue el capitalismo”. Chesterton sostuvo que los valores que acompañan la libertad de empresa habían “destruido familias y fomentado divorcios, y despreciado cada vez más abiertamente las tradicionales virtudes domésticas”. El papa Francisco presentó un punto similar en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta”.
Estos críticos afirman que las sociedades basadas en el mercado destruyen la verdadera prosperidad humana porque inevitablemente convierten a sus participantes en individuos más adquisitivos y egoístas, y, por tanto, menos éticos y más infelices. La evidencia sobre el asunto de la felicidad es particularmente evocadora. En el 2009, por ejemplo, investigadores de la Universidad de Rochester llevaron a cabo un estudio que le daba seguimiento a los progresos de recién graduados en cuanto a las metas que se habían propuesto ellos mismos. Algunos de los 147 egresados se propusieron metas “intrínsecas”, tales como crear relaciones profundas y duraderas. Otros se pusieron como objetivo alcanzar metas “extrínsecas”, tales como tener prosperidad y ser famosos.
Los resultados trajeron buenas y malas noticias. La buena noticia es que, en general, los individuos sí alcanzaron sus metas. Pero cuidado con lo que deseas, porque el éxito se tradujo en verdadera felicidad sólo para los egresados que se trazaron metas intrínsecas. Los que exitosamente realizaron metas extrínsecas, muchas de las cuales se reducen a la satisfacción de la avaricia y el orgullo, experimentaron más emociones negativas, como la deshonra y la ira; incluso sufrieron más enfermedades físicas, tales como dolores de cabeza y pérdida de energía.
Para los católicos esta es una crítica potencialmente letal sobre la libre empresa: Como el capitalismo nos centra exclusivamente en la riqueza, este debilita la familia, divide la comunidad y nos deja infelices. ¿No es esta la misma esencia de la idolatría?
Me he dedicado a responder a esa pregunta en esta última década. Me he desvelado preocupado por el materialismo que va en ascenso en nuestra sociedad y en la cultura popular estadounidense. Enciende el televisor, ve al cine, observa prácticamente cualquier anuncio y te darás cuenta de que la fórmula para una vida feliz es: usar a la gente, amar las cosas y adorarse a uno mismo. ¿Es culpable el capitalismo?
Mi respuesta es no. Los sistemas son fundamentalmente amorales. Las fuerzas que componen el sistema de libre empresa son fundamentalmente imparciales. La libre empresa podría ser utilizada para fines estrictamente malos si el capitalismo produjera únicamente pornografía y gas tóxico, o para fines meramente virtuosos si el hombre no hubiese caído. En realidad, como cualquier esfuerzo humano, el capitalismo que se practica hoy en día contiene una mezcla de comportamientos tanto loables como condenables. En esencia, entonces, lo que importa es la moral de los que participan en el sistema.
“El capitalismo es una mezcla de comportamientos tanto loables como condenables. En esencia, entonces, lo que importa es la moral de los que participan en el sistema”.
La confusión sobre ese punto es la razón por la cual un versículo bíblico sea común y erróneamente citado. San Pablo es a menudo acreditado con haber dicho que “el dinero es la raíz de todos los males”. Sin embargo, su crítica hacía referencia al apego excesivo al dinero: “Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero, por el cual, codiciándolo algunos, se extraviaron de la fe y se torturaron con muchos dolores” (1 Tm 6:10).
El problema no es el dinero en sí, sino el apego a este. ¿Por qué otra razón Dios entraría al mundo en total pobreza? Dicho con mayor exactitud en cuanto al tema en cuestión, el problema no es la libre empresa en sí, sino los muchos hombres y mujeres que eligen poner la lucha de riquezas por encima de bienes superiores como la fe, la familia y la amistad.
De igual manera, ¿acaso la eficacia del sistema de libre empresa en crear riqueza no lo hace un infractor en la fomentación del egoísmo y la avaricia? Incluso cuando los seres humanos nos inclinamos naturalmente hacia la ambición, ¿no es cierto que el capitalismo nos empuja más hacia ello?
En una palabra, no. Cualquiera que haya viajado detrás del Telón de Acero en los años ochenta (o China y Argentina hoy) ha visto el mismo egoísmo y avaricia por parte de los ricos y los privilegiados. No cabe la menor duda de que los reyes, príncipes y hasta los papas a través de la historia, cayeron en la idolatría económica. La avaricia era un pecado capital mucho antes de que surgiera el capitalismo. La libertad de empresa –la cual ha ayudado a cientos de millones de personas– no es la culpable.
¿A qué se debe que este defecto esté tan entretejido en nuestra humanidad poslapsarianista? Desde la perspectiva de la inexperta psicología evolutiva, tiene sentido que busquemos la seguridad material. Si un cavernícola no hubiese almacenado suficiente comida o adquirido suficiente piel de animal, de seguro habrían muerto prematuramente o no hubiera encontrado pareja, y por consiguiente tú no estarías aquí leyendo America.
Por eso es importante recordar que la biología no es nuestro Padre amoroso. A diferencia de Dios, a la selección natural no le interesa si somos felices o si vivimos vidas prósperas que fomenten el desarrollo en nuestras comunidades. A nuestro ADN ciertamente no le interesa cuánto tiempo tenemos que pasar en el purgatorio –si es que somos lo suficientemente afortunados de llegar hasta ahí. Esto quiere decir que las arenas movedizas del materialismo son una de las tantas maneras en las que los católicos estamos llamados a mortificar y purificar nuestros impulsos. Hacer esto es más difícil con el famoso lema: “si se siente bien, hazlo”. Nuestro Padre nos ha dado almas racionales y conciencias inspiradas por una razón. Debemos utilizarlas tanto en nuestras decisiones financieras y en nuestras carreras, como en cualquier otra área de nuestras vidas.
La fe católica nos instruye en un programa moral que podemos poner en práctica bajo cualquier sistema económico, incluso el nuestro. Nuestra receta para vivir mejor simplemente invierte la fórmula errada que tiene el mundo y la convierte en virtuosa: ama a los demás, utiliza las cosas, adora a Dios.
San Josemaría Escrivá nos recuerda que los bienes terrenales “se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra” en lugar de postrarse ante el Señor. Esto no significa que sean intrínsecamente malos. De hecho, los bienes terrenales “se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro… es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores.”
Lo importante, en mi opinión, es que no hay razón para que los católicos rechacen la libre empresa. Debemos reconocer las limitaciones de cualquier sistema económico y evitar crear ídolos de nuestras riquezas materiales y los mercados que lo hacen posible. Aquellos que se vean tentados a considerar otros sistemas económicos deben recordar que sólo la libre empresa (acompañada de reglamentos necesarios y redes de seguridad social) ha ayudado a cumplir las metas antipobreza de nuestra fe para cientos de millones de personas en todo el mundo. Mientras tanto, los rivales colectivistas del capitalismo, tales como el socialismo y el comunismo, han dejado una larga trayectoria de miseria, tiranía y ateísmo.
“La fe católica nos instruye en un programa moral que podemos poner en práctica bajo cualquier sistema económico, incluso el nuestro”.
En Estados Unidos, prácticamente nadie apoya que se abandone totalmente el capitalismo. Sin embargo, entre muchos de los católicos que se dedican loablemente a la justicia social, todavía hay quienes van en contra de las fuerzas del mercado y apoyan un aumento de control estatal sobre la economía. Nuestro cauteloso análisis de asuntos importantes, como la educación, los impuestos y las normas empresariales, no debe empezar con hostilidad hacia la libre empresa. Sin duda alguna es necesario hacer un recuento honesto de los fallos de mercado –pero debemos basarnos, cuando sea posible, en los conceptos mercantilistas de competencia y elección, los cuales han transformado de manera consistente las industrias, y mejorado la calidad de vida.
La libre empresa estadounidense tiene imperfecciones que deben ser corregidas, pero en lo fundamental debemos cultivarla ampliamente, compartirla con todos y celebrar sus frutos y entusiasmo.
El privilegio del trabajo
Al principio de este ensayo, hice un esquema de mi conversión religiosa al catolicismo, seguido de mi conversión vocacional de trompista a economista. Permítame cerrar con unas palabras acerca de cómo estas dos se relacionan.
En Gaudium et Spes, el Concilio Vaticano II les dio a los laicos una enseñanza clara sobre la importancia del trabajo secular. “Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios”. En conclusión, la Iglesia nos exhorta a los que tenemos profesiones honestas, a santificar nuestro trabajo, cualquiera que sea.
Durante mis años de músico, mi compositor favorito era Johann Sebastian Bach. El maestro del alto barroco publicó más de 1.000 obras a lo largo de sus 65 años. Desde estudios para teclado y cantatas para cada domingo en el leccionario, las increíbles composiciones de Bach parecen haber caído de su pluma con facilidad.
Pero la música no era la influencia más importante en la vida de Bach. Antes que la música estaba la familia. Era el padre de veinte hijos. Su amor por Dios estaba por encima de todo. Bach terminaba cada una de sus composiciones con las palabras “Soli Deo gloria”, o “Sólo a Dios sea la gloria”. Cuando le preguntaron por qué escribía música, su respuesta fue simple pero profunda: “el único propósito de la música debería ser la gloria de Dios y la recreación del espíritu humano”.
La primera vez que leí esa frase todavía era trompista. Me inspiró, pero también me hirió como un cuchillo en el corazón. Quería santificar mi trabajo como la Iglesia instruye, poder decir confiadamente que mi trabajo glorificaba a Dios y servía a mis hermanos y hermanas. En la orquesta, honestamente sentía cada vez menos que estaba haciendo eso. Mis presentaciones no reanimaban a nadie y comencé a ansiar una nueva profesión que me diera la oportunidad de servir a los demás en una forma más directa.
Cambiar de la música a la economía puede sonar como un cambio de lo sublime a lo funesto. Sin embargo, por más paradójico que parezca, la economía fue lo que me ayudó a pronunciar una respuesta como la de Bach sobre mi propio trabajo. Como católico dedicado al bienestar de aquellos que se encuentran en la periferia social, soy testigo de que nunca ha habido un mejor sistema que el de libre empresa para capacitar a gente real a salir de la pobreza. Nunca ha habido un mejor sistema que le permita a la gente descubrir su sentido de dignidad al ganarse la vida, usar sus talentos para servir a la comunidad, colegas o clientes, y llevarse a casa el orgullo justificado y la recompensa de su esfuerzo. No hay razón, si tomamos en serio nuestro apostolado cristiano, para que la libre empresa se convierta en un ídolo para nosotros, empobrezca a alguien o capture nuestras almas.
Al compartir esta verdad, puedo finalmente santificar mi trabajo, no en el mismo nivel que el gran Bach, sin lugar a duda, sino a mi manera: ¡qué privilegio es! Nuestra Señora de Guadalupe, ruega por mí.
Traducido por Yokasta Lara.
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