Domingo de Pentecostés
4 de junio de 2017
La experiencia de la crucifixión de Jesús fue bastante traumática para los apóstoles. Es bastante evidente, a la luz de los testimonios recogidos en el final de los Evangelios y el comienzo de los Hechos de los Apóstoles. Varias veces se ve a los discípulos más cercanos a Jesús escondidos y con miedo. Era fácil de suponer que temían correr la misma suerte del Maestro. De hecho Jesús ya se lo había anunciado.
Junto a las palabras de vida eterna iba incorporado el aviso de que no todos se tomarían la Buena Nueva como algo maravilloso. Por desgracia, también las bendiciones de Dios se encuentran con los obstáculos de la burocracia, las reticencias y el establishment.
Como la historia termina bien, evadimos el lado oscuro de las acciones de los apóstoles. Pero así fueron y conviene meditar esas actitudes para aprender de sus errores. No todo en la historia de los apóstoles es edificante, pero no hay que ocultarlo. A los apóstoles hay comprenderlos y acogerlos amorosamente. No los juzguemos, no los condenemos por haber temido o ser traidores.
El miedo es parte de la vida de quien duda de su fe. Y eso les sucedió a ellos. Como antes Adán y Eva y tantos otros, ante la dificultad, dudaron. Y por la duda entró el pecado en ellos. Decimos que “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Por esa razón no sorprende que a los apóstoles, aunque se sabían bien la catequesis, no les resultara tan sencillo poner en práctica eso de la esperanza. Se escondieron. Ni siquiera ver a Cristo resucitado les sirvió para recuperarse del trauma de la flagelación y la cruz.
¿Cómo se solucionó el problema? Hizo falta más que ver a Jesús. Hizo falta más que un milagro. Hizo falta más que profesar el credo. Hizo falta tiempo para que todo volviera a su lugar, para que sanaran por dentro. La venida del Espíritu Santo no fue un hecho aislado, ni un supermilagro cúralotodo, sino un proceso. Las conversiones de un minuto a otro son poco menos que imposibles. Es como dar velocidad a un carro; se puede hacer más rápido o más lento, pero no sucede ir de cero a cien en un momento. Hasta la Historia de la Salvación necesitó siglos.
Pentecostés es la coronación de ese proceso. Dios nos da la salvación. Pero aún falta algo para que las personas la vivan. Entonces llegó Dios y les dio el Espíritu Santo. Esa es la sorpresa de hoy. La llegada del Espíritu en Pentecostés fue tan imponente como impactante. Pero no fue sorpresa. Había sido preparada y ellos habían sido preparados.
Los apóstoles estaban listos para recibir el Espíritu Santo incluso en medio de la crisis personal y espiritual que estaban viviendo. Parece que todo se superó de golpe. Pero no fue tan inmediato. Recordemos la catequesis junto al Maestro, sus apariciones, su compañía y los momentos buenos y difíciles. Todo esto transformó a los apóstoles en seres capaces de compartir y de entrar en comunión. Así es como pudieron acoger al Espíritu en ellos.
Como todo en la Historia de la Salvación, hay dos partes en cada acción: la de Dios y la de los hombres. También es así en Pentecostés. Dios asume la naturaleza asustada de aquellos hombres y les propone una medicina para que dejen de serlo. Ellos asumen su realidad y optan por no quedarse ahí, sino progresar, aceptando la solución que Dios les ofrece. Juntos, todos hacen posible que la historia tenga final feliz.
Como ellos se habían acostumbrado a compartir, también comparten el don recibido y salen a predicar la Buena Nueva a todos. Ese es el final feliz de Pentecostés: todos pudieron escuchar sobre la resurrección del Señor y recibir el Espíritu. Fue un trabajo en equipo.
Hoy seguimos en las mismas y necesitamos lo mismo. Dejémonos de inútiles triunfalismos eclesiásticos camuflados de espiritualismo barato y pisemos tierra. Llamemos a las cosas por su nombre; hagamos diagnóstico de la realidad; hagamos nuestra parte y permitamos al Espíritu Santo hacer la suya. Así todo volverá a empezar para una nueva generación necesitada de su Pentecostés.
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Oración
Respira en mí, Espíritu Santo, para que mis pensamientos puedan ser santos. Actúa en mí, Espíritu Santo, para que mi trabajo también pueda ser santo. Atrae mi corazón, Espíritu Santo, para que sólo ame lo que es santo. Fortaléceme, Espíritu Santo, para que defienda lo que es santo. Guárdame pues, Espíritu Santo, para que yo siempre pueda ser santo.