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Juan Luis CalderónJanuary 05, 2018
(Fotografia: Tegan Mierle/Unsplash) (Fotografia: Tegan Mierle/Unsplash) 

8 de enero de 2018

Fiesta del Bautismo del Señor

Lecturas: Is 42: 1-4, 6-7 | Salmo 29: 102, 304, 9-10 | Mc 1: 7-11

Uno de entre muchos es señalado, expuesto y se convierte de repente en el centro de atención. Los ojos de los demás caen sobre él. Algunas de estas miradas están cargadas de esperanza; otras de odio. Eso supone ser el Mesías.

Comienzan así las ilusiones: por fin ha llegado el momento; ahora todo cambiará; la solución se acerca; es nuestro turno. También llegan las desconfianzas: ¿será éste el que ha de venir?, ¿no es éste el hijo del carpintero? Unos lo seguirán; otros lo perseguirán. Unos lo verán como la Buena Nueva; otros como enemigo. Unos lo aclamarán con ramos de olivos y cánticos; otros decidirán su muerte en una cruz.

Cuando nació, sólo Herodes temía perder su puesto. Cuando empezó su vida pública muchos temieron el cambio que Él supondría. Quizá Herodes I, el Grande, durmió tranquilo tras la matanza de los inocentes (Mt 2:16-18). Pero nadie después de Jesucristo ha podido dormir tranquilo acomodado en su propia mediocridad. Esa voz que clama en el desierto se transformó en una voz que proclama la paternidad de Dios, la filiación de los hombres y la necesidad de un mundo más justo. Quien no esté en el proyecto que se atenga a las consecuencias.

Aún siendo un acto público, el bautismo del Señor fue un gesto íntimo. El Padre, el Espíritu y dos hombres de Dios supieron lo que de veras sucedía. Juan el Bautista se sorprendió al ver a Jesús entrar en las aguas donde Israel lavaba su pecado. “Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”, preguntó Juan. Jesús le contestó: “Déjalo así por ahora, pues es conveniente que cumplamos todo lo que es justo ante Dios”. Juan consiente a esta paradoja que señala la solidaridad entre el mesías y su precursor.

Sólo ellos saben lo que transcurrió durante este momento sublime en el que se puso en marcha el más trascendental de los planes. Estos dos hombres en medio de un río transformaron la historia de la humanidad. El Padre les encomendó dos misiones distintas, pero un mismo destino. Cada uno con su estilo fueron compañeros en la esperanza por cumplir el plan de Dios para la humanidad. Este acontecimiento íntimo es el humilde comienzo de la vida pública de Jesús.

Así son las cosas de Dios. Tanta grandeza se esconde en la sencilla escena de dos hombres que se abrazan en el Jordán. La voz de Dios proclama “Este es mi Hijo amado” (Mt 3:17). Este es el Hijo que nos hace hijos, el amado a través del que ahora somos amados. La Alianza nueva que abraza a todos sin limitaciones de raza, tiempo o espacio queda sellada. La voz del Padre proclama la filiación del Hijo y envía al Espíritu Santo.

Es como una nueva creación. En la primera también estuvieron presentes el Padre, el Hijo (la Palabra) y el Espíritu (Gen 1:1-3). En medio del silencio del vacío, Dios habló y se hizo la luz (Gen 1:3). En medio del silencio del pesebre, Dios habló y la Palabra se hizo carne (Jn 1:14). En medio del silencio del Jordán, Dios habló y lo hizo Hijo.

A partir de ahí, a todos nos llega el momento de encontrarnos con Dios, Uno y Trino, de crecer fuertes espiritualmente y en conocimiento de Dios. Desde el bautismo de Jesús llegamos a nuestro bautismo. Sólo así tiene sentido este rito. Sólo así entenderemos que el bautismo de Jesús y el mío, tuyo y de cada uno, son el mismo. Son otro humilde comienzo de lo más grande que puede haber.

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Oración

Yo he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

(repita meditativamente esta frase unas cuantas veces, hasta que resuene en su alma).

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