3 de junio de 2018
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, B
Lecturas: Ex 24: 3-8 | Salmo 115 | Heb 9: 11-15 | Mc 14: 12-16. 22-26
Los israelitas –cuenta hoy el libro del Éxodo– sacrificaban animales para usar la sangre como sello de un pacto que incluía la afirmación “Haremos todo lo que dice el Señor” (Ex 24:3). El núcleo de la alianza no era la simple obediencia a Dios, sino la recepción de la ley, acogiéndola como voluntad de Dios para el pueblo. Desde luego, el componente de obediencia es importante. Israel mismo lo destaca en múltiples ocasiones.
Insisto: Israel lo destaca, no sólo Dios. Si nunca dejásemos de considerar esto, la historia sería muy diferente. Nuestra desgracia ha sido reducir la ley a la obediencia, perdiendo lo central del Sinaí: la experiencia de Dios. Israel responde con obediencia a una revelación de Dios. El Señor se manifiesta de muchos modos y su pueblo vive esa divina presencia de varias formas. Dios dio el primer paso en sellar esa alianza.
La alianza es entrega mutua entre Dios y el pueblo.
La alianza es entrega mutua entre Dios y el pueblo. Todo miembro asume su obligación. En el caso del pueblo, es imprescindible que cada individuo asuma su responsabilidad. Cada parte tiene que sintonizar con el todo. Así la alianza funcionará realmente.
Un modo de animar a todos en este sentido es incorporar la frase del pueblo en la oración personal y comunitaria. Dice el Salmo 115: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor; cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo” (Sal 115:12-14).
Cada uno lo reza y lo rezamos juntos. La confesión pública de nuestras intenciones ayuda a tomar en serio este asunto, a que los demás sirvan de testigos de tal intención. También nos ayuda a recordar lo que juramos ante el altar del Señor. Como todos juntos decimos lo mismo, no hay “presión de grupo” ante la flaqueza, sino un mutuo apoyo e inspiración en el esfuerzo. El sacrificio también forma parte de la alianza.
Lo del sacrificio lo sabe bien Jesucristo que selló la nueva y definitiva alianza con su sangre. Ya no fueron animales los que subieron al cadalso, sino Dios mismo hecho hombre en Jesús de Nazaret. Derramó su sangre para que dejemos de derramar la nuestra. La gran diferencia entre el sacrificio antiguo y el nuevo es que el de Jesucristo es sangre derramada en favor de todos para el perdón de sus pecados (Mt 26:28). No sólo se trata de ofrecer la sangre del animal sacrificado en lugar de la propia. En vez, Cristo se ofrece a sí mismo para que nadie más tenga que perecer. Su sacrificio en la cruz nos salva porque es un sacrificio para el perdón de los pecados.
La cena pascual judía cobró un nuevo sentido en la última cena de Jesús y nosotros conmemoramos esa transformación a través de esta fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. En ese “jueves santo”, Jesús unificó la conmemoración de la Pascua judía con la entrega sacrificial de sí mismo en la cruz, con la remisión de los pecados y con la presencia en la Eucaristía.
El pan ya no es pan: “esto es mi cuerpo” (Mc 14:22). El vino ya no es vino: “esta es mi sangre”(Mc 14:24). Nosotros nos convertimos en nuevos sagrarios alimentados del Cuerpo y la Sangre del Señor, transformados para ser sus testigos. Los discípulos le preguntaron a Jesús: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” (Mc 14:12). Ahora, el nuevo “dónde” celebrar la Pascua ya no es una habitación, sino un estilo de vida que se sostiene si es alimentado por la Eucaristía. Comulgar con Cristo es tener comunión con los hermanos.
De este modo, se extiende la historia de la salvación desde Dios hasta nosotros alimentados por Él mismo en una alianza de entrega mutua.
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Oración
(Deje que estas palabras resuenen en su ser repitiéndolas suavemente, interiormente).
Pan del cielo disfrutado ya en la tierra. Adoración y comunión. Dios y nosotros en alianza nueva y eterna. Amén.