Solemnidad de la Ascensión del Señor
25 de mayo de 2017
Lecturas: Hch 1: 1-11 | Salmo 46 | Ef 1: 17-23 | Mt 28: 16-20
“Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor, y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.”
Siendo yo niño, el sacerdote nos contaba la historia de la Ascensión del Señor poniendo los ojos en blanco, como para que sintiéramos (acaso él lo sentía) la emoción del momento trascendental que los primeros cristianos presenciaron. Escuchaba la narración y me lo imaginaba todo. Ahí estaban los apóstoles, con sus barbas largas, mirando al cielo, viendo al Señor con su hermosa sonrisa y la mano puesta para bendecir, despegando como un helicóptero humano, pero sin levantar la polvareda y con mucho menos ruido, hacia arriba, en vertical, separándose del suelo lentamente. Los apóstoles con sus ojos clavados en Él y Él bendiciéndolos amorosamente. Entonces el viejo sacerdote con su eterna camisa gris muy ajustada al cuello, nos bendecía a nosotros, como si el mismo Cristo fuera, lentamente, teatralmente, dando al momento el mayor dramatismo posible. Al fin y al cabo, el Señor era quien se marchaba.
Pero para nosotros no quedaba ahí la cosa. Según el párroco, había una lección más que aprender: igual que los apóstoles se quedaron calladitos y buenos, así de bien deberíamos portarnos nosotros, porque Dios subió al cielo y desde ahí nos vigila.
Crecí con la imagen de esos apóstoles que se quedaron tan tranquilos mientras Jesús se volvía a la Gloria después de su paso por “este valle de lágrimas”.
Algunos años más tarde perdí la inocencia teológica en manos de un viejo poeta del siglo XVI: Fray Luis de León. Sucedió en la clase de literatura. (Para quienes estén menos ilustrados en el asunto, Fray Luis de León es uno de los poetas más importantes del llamado Siglo de Oro de la literatura española). Su poema llamado “Oda 18. En la Ascensión” comienza así:
“¿Y dejas, pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro...?”.
Me tocó leerlo ante mis compañeros de clase por primera vez. Al leer el título vino a mí la voz del viejo sacerdote, contándonos su versión acaramelada del asunto. Con voz tímida y dulce: leí esos mismos versos que acabo de decirles: “¿Y dejas, pastor santo…” Mi profesor me dejó leer y al terminar dijo: “Muy bien leído... pero así no tiene sentido”. Él, con voz grave y enojada, gritó las palabras del poema. “¿Y dejas, pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro?” Todos quedamos perplejos y asustados. El gran fray Luis había escrito una especie de ¡blasfemia!
Ahora imagino a los apóstoles mirando al cielo con la voz de mi profesor, gritándole a ese Cristo: ¿Y dejas, pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro? ¿Cómo te permites, Jesús, volverte a la paz del cielo, dejándonos aquí tirados, abandonados en este valle de lágrimas que ya no puede tener solución si tú te vas? Nosotros que dejamos todo por seguirte, te vemos ahora marchar y tenemos miedo. Por eso en nuestra desesperación te gritamos que no te vayas, que no nos dejes, que sin ti no hay futuro.
En Señor perdonará el atrevimiento (si quiere). Pero no vamos a quedarnos callados ante la horrible sensación de abandono que nos da verle marchar. Por muy justo que sea su regreso al cielo, por mucho que vaya a prepararnos una habitación en la casa del Padre suyo y Padre nuestro. No, nos rebelamos, nos negamos al abandono. Porque además ya sabemos cómo se siente. Lo experimentamos después de la crucifixión en tres horribles días de amargura y desconcierto. No, no y no. No te puedes ir, Jesús, dejándonos en este valle hondo y oscuro, peligroso y perseguidor, violento con los que predican la paz, hostil con los que hablan de amor.
Por eso el día de Pentecostés es una fiesta tan importante. Por eso le dedicamos tanto esfuerzo al sacramento de la confirmación, por eso la Renovación Carismática insiste en volver a nacer del Espíritu (como Nicodemo, Jn 3:5). Sólo el Espíritu Santo fue la buena respuesta que Dios dio a esos apóstoles aterrorizados antes la perspectiva de quedarse de nuevo solos. Más adelante descubrieron la eucaristía, también obra del Espíritu. Así todo sigue adelante con esperanza, aunque este mundo permanezca aún "un valle de lágrimas".
Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.
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Oración
¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, ¿te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados,
y los agora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
Aqueste mar turbado,
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?
¡Ay!, nube, envidiosa
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!
Fray Luis de León, Oda XVIII. En la Ascensión