21 domingo del Tiempo Ordinario
27 de agosto de 2017
Lecturas: Is 22: 19-23 | Salmo 137 | Rom 11: 33-36 | Mt 16: 13-20
He recibido bastantes mensajes comentando mi columna de la semana pasada. La reacción me satisface, porque considero que es necesario dialogar las cosas. Sea como sea, se piense lo que se piense, es preciso dialogar. Necesitamos exponer nuestras ideas y confrontarlas con las de los demás. Conversar, debatir, dejarnos enriquecer por otros puntos de vista. Sólo así llegaremos a un consenso en el cual encontraremos la armonía necesaria para construir la sociedad del 2018.
Ante la gravedad de la situación que vivimos en los Estados Unidos es preciso que en la calle se establezcan foros de comunicación nuevos y libres. No basta que dejemos a los políticos que decidan lo que sí y lo que no. Esta es una nueva oportunidad para que el pueblo tome las riendas del debate social.
Sí, considero que la situación es grave. En las últimas semanas han ocurrido manifestaciones racistas por todo el país, incluso en estados considerados más liberales. El “mapa del odio” elaborado por Southern Poverty Law Center es altamente preocupante. En los tres últimos años ha crecido el número de grupos de odio (“hate groups”). No son sólo supremacistas blancos, como los que provocaron recientemente la muerte de una persona en Charlottesville, Virginia. Los hay extremistas que pretenden acabar con los demás según raza, religión u orientación sexual. Nada que no sepamos, en realidad, pero que no deja de escandalizar a la sociedad del siglo XXI.
Robert Wright Lee IV dijo en una entrevista en NPR que es hora de tener una conversación sobre cómo recordar nuestro pasado sin conmemorarlo. Él es descendiente del General Robert E. Lee, figura que ahora es el origen de la tensión racial que vive gran parte del país. Algo parecido se vive también, por ejemplo, en España, con la “Ley de Memoria Histórica”. En realidad, el conflicto permanece año tras año, generación tras generación, por la falta de un proyecto social común, que mire al futuro asumiendo el pasado. Definitivamente 200 años no son suficientes para hacer “digestiones” históricas.
Una vez más la Palabra de Dios nos ilumina el camino. Este domingo encontramos a Jesús haciendo preguntas fundamentales: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16:13), “ustedes, ¿quién dicen que soy?” (Mt 16:15). Los apóstoles temblaron como nosotros temblamos ante tales cuestiones. Responder nos compromete. Pero la cosa puede ser todavía más dura porque falta una pregunta que determina la respuesta a las otras. Es una pregunta aún más difícil de responder. “Y ustedes, ¿quién dicen que son?”. O formulada en singular: “Y usted, ¿quién dice que es usted mismo?”.
El entramado espiritual, religioso, social y político del cristianismo se basa en esta pregunta sobre el misterio de cada uno de nosotros. La comprensión que cada persona tiene de sí misma es lo que determina su cercanía o alejamiento del Reino de Dios. El proyecto divino nos engloba a todos y nos convierte en hermanos. Quien no esté en esa línea, quien no sea capaz de moldearse para construir un mundo global unido, se está quedando rezagado. Paso a paso construimos juntos el plan de Dios. Lo estamos haciendo. Todo ha cambiado desde la encarnación de Dios en Jesucristo y en los 2000 años de cristianismo. La historia nos lo demuestra.
A pesar de lo grave de la situación, no hay que desanimarse. El balance provisional es positivo. El mundo evoluciona hacia mejor. La esperanza cristiana nos anima a decir algo así; también la fe en la continua intervención de Dios en la historia. Dios lo hizo aquel día en que avisó a Sobná que “te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo” (Is 22:19). También es como cuando Jesús le dijo a Pedro que eso no se le había ocurrido a él, pero no importaba, porque significaba que se había dejado iluminar por el Espíritu (Mt 16:17).
Al abrirse a la acción de Dios, Pedro cambió la definición de sí mismo y se convirtió en la piedra sobre la que edificar la Iglesia (Mt 16:18). La respuesta revolucionaria no fue que Jesús era “el Mesías, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:16). Es más bien la siguiente: Pedro podía dejar de ser el patrón de un barco pesquero para ser el primero de muchos que, llenos de fe, se esfuerzan por cambiar el mundo.
Eso mismo auguramos a los haters (los que odian), los racistas y los supremacistas sean del color que sean. Un día también ellos verán a Dios cara a cara y tendrán que decidir. Y les diremos: “dichosos ustedes porque esto no lo conocieron por medios humanos, sino porque se lo reveló nuestro Padre que está en el cielo” (parafraseando Mt 16:17). No podemos descansar. Hay que atar y desatar, hay que dejar establecidas bases sólidas que posibiliten esa nueva humanidad. Hay que educar a los que rechazan los otros sin más argumento que su ignorancia del proyecto de fraternidad universal de Jesucristo. Mientras tanto, a nosotros nos toca seguir anunciando la Buena Noticia de que todos somos iguales ante los ojos de Dios e hijos en el Hijo.
Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.
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OraciónPadre de todos, en estos tiempos que renace el odio y la discriminación, socórrenos, ilumínanos, llena nuestro corazón de amor y nuestra mente de comprensión, hasta que despertemos en el mundo nuevo de tu Reino de justicia y de paz. Amén.
En la iglesia, hay que desatar el sacerdocio sacramental del masculinismo patriarcal.