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Juan Luis CalderónJanuary 05, 2018
(Fotografia: Luke Porter/Unsplash) (Fotografia: Luke Porter/Unsplash) 

6 de enero de 2018

Solemnidad de la Epifanía del Señor

Lecturas: Is 60: 1-6 | Salmo 71 | Ef 3: 2-3a. 5-6 | Mt 2: 1-12

Me encanta la secuencia de fiestas litúrgicas al comenzar el año. El cambio de los dígitos del calendario me parece revelador. Celebramos primero la maternidad de María, después la manifestación del Señor y luego su bautismo. Es magnífico iniciar un ciclo de vida civil contemplando cómo Dios nos da bellas oportunidades para sentirlo cerca y compartir su bendición.

La fiesta de hoy, la Epifanía del Señor, nos invita a reflexionar sobre la revelación. La historia de la salvación comienza desvelando el misterio de la existencia de Dios y su generoso designio de involucrarse con nosotros.

Según el diccionario, revelación es el descubrimiento o la manifestación de algo secreto, oculto o desconocido. En la tradición bíblica, Dios nos manifiesta aquello que no podemos saber por cuenta propia. En primer lugar, Dios se revela a sí mismo. Este acto nos revela la siguiente dimensión del ser humano: somos capaces de conocer a Dios y de comunicarnos con Él.

El misterio de Dios va por lo tanto acompañado del misterio del hombre. La constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Dei Verbum, nos dice: "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (Dei Verbum 2). La Biblia entonces nos habla de la revelación de Dios y del hombre. Ella nos enseña la verdad de los dos. Nuestra historia y existencia cambian así de significado.

San Pablo, en la Epístola a los Efesios dice: “Por revelación se me dio a conocer este misterio, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, pero que ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas”. En la Epifanía celebramos el momento de desvelar el designio secreto de Dios realizado en Cristo. Esta celebración inaugura un nuevo escenario para la humanidad. Se abre el telón e irrumpe la novedad en los cielos y en la tierra. Dios está aquí, encarnado, salvador y revelado.

Visto así, velar se convierte en un ingrediente fundamental de la vida. La revelación está ahí, pero demasiadas cosas nos despistan y distraen. “Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres”. No siempre es fácil ver aquello que está ante nuestros ojos. Las tentaciones son muchas y siempre están al acecho. Mas Dios alienta en nosotros “la esperanza de la salvación con la promesa de la redención”. Así Dios le da “la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras” (Dei Verbum 3).

La gran obra del Padre, cumplida por el Hijo y transmitida en el Espíritu queda desvelada para todo el mundo. El misterio que el Espíritu le reveló a San Pablo consiste en “que por el Evangelio, también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo” (Ef 3:6).

Hay distintas maneras de velar, de estar atento a la revelación de Dios. El relato evangélico de la Navidad nos ofrece algunos ejemplos. Por más que hayan conocido la profecía, Herodes y sus consejeros se perdieron en sus propias vanaglorias. En cambio, otros sí velaban: María, San José, los magos, los pastores, etc. Mientras unos conspiran, otros se ponen en camino. Unos bloquean la propagación del mensaje revelado, otros se ponen a su servicio.

El año nuevo nace bajo este signo. Dios está con nosotros presente y visible. ¿Y tú, cómo vas a reaccionar?

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Oración

Señor de la Palabra y la presencia. Dios con nosotros, manifestado, amoroso. Dios Padre. Ayúdame a estar contigo y mostrarte mi corazón con mis hechos y mis dichos, igual que Tú te revelas en cada acontecimiento desde el principio de los tiempos. Amén.

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