Queridos hermanos y hermanas, ¡me da muchísimo gusto estar con ustedes! Como se darán cuenta en un momento, el español no es mi primer idioma, y Miguel Arias, un amigo de Loyola Press es quien ha traducido mi conferencia para el día de hoy. No obstante, quería hacer esta presentación en español a fin de entablar una conversación con ustedes más directa e íntima. De antemano me disculpo por los errores que pueda cometer. Si digo algo ofensivo, no lo hago con mala intención, ¡sino porque mi español sin duda es muy malo!
Gran parte de mi experiencia como cristiano ha sido formada gracias a mi interacción con la cultura hispana o latina, tanto así que me cuesta muchísimo trabajo imaginar mi vida sin ella. Lo mismo aplica a la Iglesia Católica en los Estados Unidos de América. ¿Quién puede imaginar a nuestra Iglesia sin las contribuciones tan humanas, vibrantes y sentidas por parte de la comunidad de habla hispana?
Hace muchísimo tiempo tomé una gran decisión mientras cursaba el séptimo grado de primaria, ¡y es una decisión con la que ustedes quizas no estarán de acuerdo! Se me presentó la oportunidad de estudiar francés o español, y escogí… francés, por la sencilla razón de que el libro de texto para aprender español era mucho más grueso, y por lo tanto, ¡mucho más difícil! Así pues, me inscribí en las clases de francés.
No obstante, mi papá, hablaba español sin ningún problema (esto lo logró debido a la facilidad que tenía para aprender idiomas y a la amistad que tenía con sus colegas de habla hispana en su lugar de trabajo) y muchos de mis compañeros de preparatoria estaban estudiando español. Así que para el siguiente año, además de estudiar francés, también me inscribí para las clases de español. Mi maestro era conocido como Mr. Joe, a quien por supuesto, llamábamos “Señor José”. (El siguiente año, mi maestro no tenía un nombre muy hispano que digamos, porque nos referíamos a él como el Señor Doyle).
Desde mis primeros momentos en clase, me enamoré del idioma castellano por el sonido de las palabras mismas; las consonantes claramente enunciadas y, especialmente, por la manera en que las erres han de ser pronunciadas (en lugar de comérselas, como sucede en el idioma francés). Espero que un día pueda hablar español tan bien como lo hacía mi papá.
Aquellas clases de español que tomé durante los años de la preparatoria me fueron muy útiles diez años después cuando ingresé al noviciado Jesuita en 1988. Dado que a todos los jesuitas estadounidenses se les pide que estudien el idioma, se nos pidió a los novicios que durante el verano estudiáramos español.
Así pues, un verano caliente, en el sótano de una Iglesia Episcopal de Cambridge, Mass., repasé todo el vocabulario, la gramática y la estructura de los enunciados que había aprendido una década antes en la preparatoria. Y fue entonces cuando me enamoré nuevamente del idioma castellano, de su español.
Pero esta vez, mi amor por el castellano fue más profundo aún. Esta ocasión no era simplemente una cuestión de imagen o de cultura, era cuestión de testimonio cristiano. Una de las experiencias más profundas durante mis años de novicio fue el martirio de seis jesuitas que trabajaban en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en San Salvador, junto con su cocinera y su hija, en el año de 1989. Su trabajo a favor de los pobres llevó a estos Jesuitas a no huir, sino estar al lado de sus hermanos y hermanas y, consecuentemente, ser asesinados durante el conflicto civil en El Salvador.
En esta ocasión entendí realmente, por primera vez, que un cristianismo verdadero tiene su propio costo. Ese martirio no es algo que solamente tuvo lugar durante el período de la Primera Iglesia. Las historias de los santos y santas continúan hasta el día de hoy. Me resulta muy difícil explicar en palabras lo mucho que este evento significó en mi vida cristiana.