Siempre que pido un favor, procuro recordar bien lo que prometo.
Mi madre contaba la historia de un hombre enfermo que le promete al médico un ternero si logra curarlo. El doctor cumple su función, pero no recibe la recompensa prometida. Un día, visitando a su paciente para asegurarse de su mejoría, le recuerda la promesa. El paciente muy extrañado, como si hubiese olvidado todo, le responde: “¡Ene! Lo que se dice cuando se está delirando”. Ante la necesidad, pedimos y prometemos. Eso es normal, lógico y conveniente. Pero también supone comprometernos con la otra persona en un pacto no escrito de agradecimiento y reconocimiento. Así le sucede a Jesús y a sus 10 nuevos amigos.
El Evangelio presenta 10 leprosos que viven fuera del pueblo, excluídos de la sociedad. Pierden la consolación de sus parientes y de la religión. El leproso es desplazado a los caminos, donde sólo puede contar con la presencia de otros leprosos, condenados igual, sin esperanza. Pero hasta estos caminantes apartados han escuchado hablar de Jesús y salen a su encuentro. Transgreden la ley que les manda alejarse de los demás. Jesús también desobedece la ley que le prohíbe acercarse a ellos. Si tanto Jesús como los leprosos hubieran obedecido ciegamente esas leyes, al relato de hoy le faltaría un milagro.
Entre los 10 leprosos del Evangelio hay uno distinto. Nueve son judíos, uno es samaritano. A pesar de sus rencillas políticas y culturales, al enfermarse se tornan amigos. La necesidad los obliga a vivir juntos, compartiendo la misma suerte sin que importe nada más. De este modo van a Jesús y juntos le piden la salud. La gran enfermedad de la humanidad es el egoísmo y el egocentrismo.
En los relatos de sanación, Jesús nunca interroga a los enfermos sobre la manera en que se contagiaron. Él acoge y sana sin preguntar si son cumplidores de la ley. Los leprosos piden juntos y juntos son curados. Bastó que estuvieran ahí frente a Jesús con la humildad y fe del tamaño de una semilla de mostaza suficiente para pedir ayuda. Dios, en efecto, no vino a sondear nuestro méritos, sino a perdonar nuestros pecados.
Luego Jesús los envía a los sacerdotes para que oficialmente sean declarados limpios de la lepra. Se van sin saber aún que están curados. Quizás mientras se alejaban alguno tuvo dudas del éxito de la operación, igual que nosotros dudamos frecuentemente sobre tantas cosas, empezando por nosotros mismos. Ni fe minúscula tamaño mostaza, ni siquiera un poco de confianza en lo que sabemos hacer. Y mucho menos eso de creer en la providencia. Esa es la tónica general de la existencia humana en la tierra. Honrosas excepciones: siempre hay alguien que cree, algún héroe que siendo pequeño se hace grande, alguien que confía y reza aún cuando parece que no hay esperanza, alguien que actúa y arregla las cosas. Es en esos pequeños gigantes que se sustenta la historia.
En esta escena del Evangelio se halla un tal héroe anónimo. Es el extranjero que, al darse cuenta de que había sido curado, regresa a dar gracias. ¿Se imaginan al que fue leproso presentándose ante el Señor ya limpio? El condenado, salvado; el enfermo, curado; el exiliado, acogido; el pecador, perdonado; el angustiado, calmado; el preso, liberado. Jesús reiría con él su alegría. Seguramente, celebrarían y rezarían juntos. Fue el encuentro de dos desobedientes que obedecieron al mandato del amor.
Y los otros nueve, ¿dónde estaban? Hasta Jesús mismo se lo pregunta. Ellos no volvieron. No agradecieron a Jesús. No dieron marcha atrás para desandar el camino. Quizás sólo deseaban olvidar la pesadilla de haber sido condenados a muerte. Quizás… tantas cosas. Esos nueve eran judíos e iban a presentarse a los sacerdotes. ¿Qué hacían entonces? Obedeciendo. Aunque fuera lo más injusto que podían hacer.
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Oración:
Padre del cielo, con desconcierto y esperanza me vuelvo a poner delante de ti, con el corazón abierto y las manos extendidas. Siempre intento hacer tu voluntad. Y siempre hay alguien que dice que lo hago mal. Así que ya no se qué pensar. Por eso vengo a ti como el leproso enfermo y regreso a ti agradecido como el leproso curado. Te amo y quiero obedecerte. Por eso te pido dos cosas: que me hagas ver el sentido de la obediencia. Así Tu voluntad será la mía, porque es más bonito caminar juntos haciendo nuestra voluntad. Amén.