Lecturas: Eclesiástico (Sirácide) 35, 12-17. 20-22 | Salmo 33, 2-3. 17-18. 19 y 23 | 2 Tm 4, 6-8. 16-18 | Lc 18, 9-14
Como si de una subasta se tratase, empezó el hombre a recitar la lista de sus méritos para demostrar que él era el merecedor de las bendiciones divinas. Todo lo que dijo era cierto. Cumplía la ley, contribuía económicamente, mantenía las costumbres y preceptos (probablemente hasta se los enseñaba a sus hijos). Sólo le faltó gritar como en las subastas: “¿Alguien da más?”.
Él estaba pujando fuerte ante Dios. Estaba decidido a llevarse ese pedacito del cielo que se nos tiene prometido. Por eso presentó toda la lista de verdades que rodeaban su vida. Era un hombre recto y piadoso, obediente y cumplidor. Era el tipo de persona que nos han dicho que se ganará el cielo.
El hombre (como los nueve leprosos) obedecía las normas y acataba lo que le habían dicho que tenía que hacer. Esto se parece a nuestro sistema educativo habitual. Nos educan para que seamos fieles repetidores de aquello que nos han enseñado. Nos preparan para mantener recetas y fórmulas de las que no salimos. Póngase usted a pelear con su madre si le cambia la receta de la sopa o a replicar una orden del jefe. Nos meten en la cabeza mucha información que debemos simplemente memorizar. A eso le llaman inteligencia, cultura y ser “buenas personas”.
Al contarnos la historia de estos dos personajes, Jesús evidenció algo grave. El fariseo cometió un error, sólo uno: se creyó superior al otro. Nada extraño. Igual que todos nosotros, el fariseo había sido entrenado para compararse con los demás. Nos comparan nuestros padres con alguno de nuestros hermanos que tienen la habitación más ordenada. Nos comparan nuestros profesores porque el compañero de clase presentó el cuaderno más limpio. Nos compara nuestro cónyuge porque los vecinos tienen cosas que nosotros no tenemos. Cuando nos hacemos mayores, rematamos la desgracia al ver que nuestro jefe prefiere y valora al que le dice “sí, señor”, aunque a sus espaldas haga lo contrario.
Jesús reconoce la humildad del publicano que de lejos no se atreve a levantar los ojos al cielo. Éste se golpeaba el pecho y decía: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador” (Lc 18:13). Posiblemente el publicano no se sentía humilde, sino humillado. Llegó a rezar considerándose indigno, inútil y el perdedor en todas las comparaciones. A pesar de su fe, era visto como el publicano, el malo, el pecador. Tanto se lo repitieron que se lo creyó.
Jesús reivindica hoy a esos otros que tanto nos cuesta aceptar, a los que son rechazados, despreciados, alejados. Así les da esperanza a todos esos publicanos que se mueven por el mundo, ganándose el pan como pueden, construyendo el Reino a su modo. Ellos viven el Evangelio desde la “tercera fila”. Parecen contar poco. Sólo nos importa el dinero que dejan de donativo. Tenemos las iglesias llenas de estas personas calladas y silenciosas que Dios no olvida. En este Evangelio, Jesús pone el ejemplo de un fariseo y un publicano que fueron a rezar. Dios los escuchaba a los dos.
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Para tu oración personal y familiar:
¿Qué significa para usted “ponerse de rodillas”? ¿Cómo le explica usted a sus hijos qué es la humildad? ¿Cómo compara usted a las personas entre sí? ¿Qué cualidades valora? ¿Está abierto a ver las cosas desde otro punto de vista? ¿O se aferra mucho al “siempre fue así”? (Recuerde que en esto del corazón no hay respuestas buenas o malas, simplemente presentamos estas preguntas para ayudar en la interiorización del mensaje del comentario bíblico para que usted lo convierta en oración).