Si hay una época del año que nos hace felices como nunca y nos devuelve la esperanza es la Navidad. En esta época parece que todo funciona mejor, que todos sentimos la esperanza de que las cosas pueden mejorar e, incluso, ir bien. Esta recarga de optimismo es lo que nos mantiene vivos e ilusionados. Así empezamos el nuevo año civil en ese espíritu de “todo es posible”, al hilo de esas cosas que sucedieron aunque parecían imposibles, como la encarnación de Dios, la maternidad virginal y la voz de Dios a los pastores.
Mi madre, como muchas personas, sentía nostalgia en Navidad, porque recordaba a aquellos que ya no están y que otras navidades nos acompañaron. Es otro efecto colateral de las celebraciones familiares: la sensación de pérdida—sea de un ser querido o de un trabajo—se acentúa. Estos sentimientos deben ser respetados y acogidos. Esa es una de las asignaturas pendientes de nuestra sociedad de consumo y de “alegría obligatoria en las fiestas”. Intentamos esconder el dolor, la enfermedad y la pérdida. Quienes nos dedicamos al acompañamiento espiritual sabemos que esto sucede mucho más en tiempo de Navidad.
Curiosamente, el tiempo litúrgico de Navidad concluye no con el árbol botado en la basura, sino con la fiesta del Bautismo del Señor. Yo llamo esta fiesta la Solemnidad de la Solidaridad porque es una de las epifanías más hermosas de nuestra fe. Esta fiesta celebra uno de los momentos más humildes y majestuosos que alimentan nuestra esperanza.
El bautismo de Jesús tiene una doble lectura y vamos a intentar repasarla.
Jesús baja de Galilea al río Jordán (Mt 3:13). Esto fue mucho más que un viaje lento y caluroso a pie. Bien sabemos que a Jesús lo despreciaron por ser galileo (Jn 1:46; Jn 7:52). Quizá por estar rodeada de paganos, la región de Galilea no era bien considerada entre los judíos. Sin embargo, en su viaje del norte al sur, Jesús une Israel de nuevo. Ya lo había hecho al nacer en Judea y crecer en Galilea. Mientras nosotros lucimos banderas que nos separan, Jesús busca unirnos.
Jesús se encuentra con Juan el Bautista en el Jordán (Mt 3:13-15). Este reencuentro constituye la bendición de estar juntos como cuando lo hicieron por primera vez en el vientre de sus madres (Lc 1:41). Juan intenta dar a Jesús su lugar, pero éste prefiere honrar la misión del precursor. El mismo san Mateo nos recuerda que Isaías había anunciado este ministerio de preparación (Mt 3:3). Mientras que a nosotros nos cuesta tanto dar gracias, la humildad de Dios aprecia la vocación inspirada que colabora con su plan salvífico.
Jesús entra en el río, aparentemente como cualquier hombre que entra para ser bautizado. Pero era mucho más. Quien se sumerge en las aguas que lavan el pecado de Israel y del mundo era Dios hecho hombre: Cristo solidario con el dolor y con los que sufren el mal. Es el Cristo compañero de los que se proponen cambiar de vida y ser buenos. Es el Cordero de Dios que quiere quitar el pecado del mundo.
Se oye entonces la voz del Padre (Mt 3:16-17). Dios no se calla ante el pecado, ante el mal, ante el sufrimiento de los suyos. Él habla de nuevo y de manera definitiva en Jesucristo (Hb 1:1-3). Así nos hace hijos en el Hijo. Ojalá que no se nos olvide este hecho. Aunque no estuviera en la lista que escribimos para Santa Claus o para los Reyes Magos, ser hermanos es el regalo inmenso que nuestro Padre nos da en Navidad.
Dios se hizo solidaridad. Y en la solidaridad hacemos que siempre sea Navidad.
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Oración
Querido Dios solidario, hecho igual que yo para que yo ascienda igual que Tú, mueve mi corazón y mi mente para hacerme solidario con los demás, sean quienes sean. Para que entre todos convirtamos este mundo en el paraíso que Tú pensaste. Amén.