14 domingo del Tiempo Ordinario
16 de julio de 2017
Lecturas: Is 55: 10-11| Salmo 64 | Rom 8: 18-23 | Mt 13: 1-23
Les comentaba hace algunas semanas de mi afición a los programas de cocina. Ahora que las televisiones se han llenado de concursos de cocina es una oportunidad que tengo de aprender de la técnica, creatividad, impulso y una pizca de mágica locura de todos estos cocineros. Me gustan los programas en los que los participantes reciben unos ingredientes sorpresa y les toca sacarse de la chistera (como si fueran magos) o de la manga (como si fueran jugadores) unos platos de curiosa procedencia, enraizados en la transformación de su buen hacer.
Pero también en estos concursos de cocina hay un elemento que me choca profundamente. A menudo, cuando eliminan a uno de los competidores, el participante abrumado dice a la cámara: “Ha sido una lástima haber perdido, pero esto no puede ser el final de mi carrera”.
No salgo de mi asombro. No sé si es por un complejo de superioridad al haber sido elegido para participar en un concurso televisivo; no sé si es por exponerse ante la audiencia de un canal de televisión nacional; no sé si será por las expectativas incumplidas al no haber ganado los $10,000 del premio, etc., pero me cuesta creer (o en realidad es que me niego a pensar) que un profesional de la cocina base su pasado, su profesionalidad, su categoría y su futuro en las decisiones de un jurado y en la arbitrariedad de un concurso. ¿Se sentirán así de fracasados? ¿Sería tan humillante no ser “el mejor”? ¿Dónde queda eso de “lo importante es participar”?
“Este no es el final de mi carrera”, dicen llenos de dramatismo. ¡Por supuesto que no! No puede ser que la competitividad y la avaricia destruyan a los que no logran cocinar, con ingredientes nunca vistos, el mejor plato en 20 minutos.
Este gran mito de la efectividad nos está consumiendo. Me acuerda de aquellas políticas de supremacía racial que esquilmaron la decencia humana. Es como si viviéramos todavía atrapados por la concepción del “tanto tienes tanto vales”, “el que no tiene padrino no se bautiza” y “cría fama y échate a dormir”.
Me deja perplejo que un concursante que no ha fallado, sino que su plato no fue elegido, cuestione su profesionalidad. Estamos hablando de un concurso, de una lotería de ingredientes, de la presión psicológica, del tiempo y de la fantasía. No estamos hablando de la categoría personal de un trabajador que se presenta a competir. ¡Es sólo un concurso de entretenimiento! O eso pensaba yo.
Si esto fuera así, Dios sería el gran fracasado de la historia. Por más que hablase de muchas maneras (Hb 1:1), al final tuvo que enviar a su hijo único y ni siquiera a éste lo escucharon. Terminó en la cruz aquel que nos enseñó que la palabra sale para ser sembrada y que dé el fruto posible. Jesús no nos enseñó que toda palabra que sale de la boca de Dios tenga que dar el 100% de fruto. Lo que sí que dijo es que la palabra debería ser esparcida, sea que caiga en arena, sea que caiga entre piedras o en tierra buena.
La palabra transformadora que Dios pronuncia este domingo es una palabra que busca lo mejor para nosotros. Pero para que dé su fruto, lo primero es predicarla. Esto se puede hacer con palabras, con obras o con un artículo semanal como hacemos con esta sección (que por algo se llama La Palabra). Seríamos poco fieles al Evangelio, si nos preocupásemos más de la eficacia que del contenido. Quizá este es otro de los grandes pecados que tenemos que sumar a nuestra lista. También nosotros –la gente de Dios– hemos caído en esa búsqueda del show, del espectáculo de masas amorfas y de la fama temporal. Parece que nos importa más que Jesús dio de comer a muchos con dos panes y tres peces; sin atender más bien a que les dio de comer a aquellos que tenían necesidad. ¿Hace el milagro más grande que fueran 5000 hombres, sin contar mujeres y niños (Mt 14:21), a que fueran solo 12 apóstoles en torno a una mesa?
Ante un mundo en sobrepeso, me pregunto si le estamos enseñando a nuestros hijos a “comer bien” o a “comer mucho”. ¿Qué es lo importante que “coman sano” o que se lo coman todo? Quizá por eso hemos creado una generación alimentada de televisión basura y videojuegos violentos en una tableta. ¿Es así que estamos proclamando la Palabra de Dios? Quizá por eso la asistencia a misa y los matrimonios religiosos decrecen cada año. Este mal no es sólo de la Iglesia Católica, sino de todas las iglesias cristianas en general y del mundo religioso. Habernos igualado al espíritu “efectivo” del mundo, a la competitividad entre pastores y a la búsqueda del carrerismo tiene un precio. Y lo estamos pagando…
Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.
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Oración
Dame, Señor, el peso de tu gracia y no el precio de mis méritos. Dame lo que tienes para mí y no lo que busco. Dame pan para saciarme y no para enriquecerme. Dame de Ti. Amén.