13° domingo del Tiempo Ordinario
2 de julio de 2017
Lecturas: 2 Reyes 4: 8-11. 14-16a | Salmo 88 | Rom 6: 3-4. 8-11 | Mt 10: 37-42
“Ustedes son linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2: 9).
Un momento sagrado en mi día a día, desde la infancia hasta hoy, es la hora de la comida. Crecí en un hogar de familia numerosa donde todos nos sentábamos a tener juntos al menos una comida diaria (muchas veces dos). El rito de poner la mesa, con mantel de tela, platos y cubiertos todos iguales, cada cosa en su sitio y en orden, formó parte de mi educación infantil y sigue siendo una obligación autoimpuesta incluso si como yo solo. Nada de sentarme en el sofá de mala manera y delante de la televisión. En la mesa y con mantel. Así soy.
Sea el almuerzo, sea la cena, en mi concepto de la vida veo como necesario que la familia (sea una familia como tal, sea un grupo en comunidad) se siente a compartir alimentos cada día. Esta simple acción nos une como ninguna otra cosa puede hacer. Más que la sangre incluso. Porque comer tiene grandes connotaciones: sirve para alimentarnos, para recuperar fuerzas, para crecer y, al final, para vivir. Quien cocina no sólo da algo de sí, sino que da vida. Porque el que come, vivirá por esa comida. Y quien lo preparó le ayuda a vivir. Comer juntos es confesar públicamente la necesidad de alimentarse y fortalecerse, reconocer que uno es débil y necesitado, ponerse en las manos del otro que cocina para ti. Por eso es tan importante que la familia o los amigos coman juntos, porque así estrechan sus lazos de unión. San Pablo dice que todos formamos un solo cuerpo porque todos comemos del mismo pan (1 Co 10:17).
Porque comer tiene grandes connotaciones: sirve para alimentarnos, para recuperar fuerzas, para crecer y, al final, para vivir.
Jesús se sentaba a la mesa de aquellos que querían recibirle. No dudaba en mostrarse necesitado. Necesitado de comida, de descanso, de cariño, de atención. Jesús no era un solitario autosuficiente y egocéntrico, sino alguien que necesitaba estar con otros. Así entendemos las dos dimensiones del profeta, de ese hombre de Dios que acepta la misión radical de ser voz de Dios en medio del mundo. Primero es hombre, muchas veces uno que deja todo para ir a anunciar la Buena Nueva, pero no por ello deja de necesitar del otro. Un predicador itinerante no tiene lugar propio y precisa de cosas básicas. La Biblia y la historia de la Iglesia están llenas de ejemplos de discípulos misioneros. Las lecturas de hoy nos presentan, por ejemplo, a Eliseo, que acepta y aprecia la acogida y el alimento de una mujer de Sunem (1 Re 4:8-11). Les dejo como tarea buscar otros ejemplos. Quizá puede ser una buena actividad de verano para ocupar y “alimentar” (nunca mejor dicho) las vacaciones de sus hijos ahora que terminó el año escolar.
Además el profeta necesita ser escuchado. Es verdad que “solo Dios basta”, pero para que la vida del profeta tenga sentido, debe haber un público a quien transmitirle el mensaje que Dios da. ¿De qué sirve un profeta que predica a las piedras? Cuando Dios habla con el profeta y le confía un mensaje, le dice también a quién está dirigido. La Palabra de Dios tiene un destinatario concreto porque Dios habla con interlocutor en mente. Dios no habla por hablar y porque tiene cosas importantes que decir y las lanza al viento. Dios está dialogando con alguien específico y con un mensaje directamente dirigido por/para el bien de esa persona/grupo. Es tarea del profeta buscar, ir al encuentro, hacerse el encontradizo… y esperar ser recibido y escuchado.
Jesús se sentaba a la mesa de aquellos que querían recibirle.
¿Qué emoción más grande puede recibir el mensajero que encontrar una mesa a la cual sentarse y un alma con quien compartir la Palabra? Comiendo juntos es que nos amamos más. Tanto que a la primera persona que aprendemos a amar es a aquella que nos alimenta siendo niños. Nadie odia a quien le da de comer. Desde luego esa persona merece ser amada porque gracias a quien me alimenta yo vivo. Ese amor ganado y reconocido establece un vínculo difícil de alterar. El profeta come a la mesa del que escucha. El oyente se alimenta espiritualmente de la palabra del profeta (e intelectualmente de la del maestro). Se trata de un don mutuo: dar y recibir, crear comunión, ser uno como el Padre y el Hijo son uno.
Jesús nos provoca hoy de manera virulenta al invitarnos a amar a Dios de modo espontáneo y gratuito igual que amamos a nuestros padres o a nuestros hijos. No es para robar el amor hacia uno, sino para canalizar de modo sublime el amor del que somos capaces. Amando así podremos hacer crecer nuestro amor. Como el profeta, que amando a Dios, se mueve a amar a aquellos a los que debe transmitir el mensaje. Les habla porque Dios les habla. Se juegan la vida en el intento confiando que Dios los ama.
Cada domingo nos sentamos a compartir el Pan y la Palabra. Nos sentamos a la mesa de la casa de Dios y llevamos a Dios a nuestra mesa. Con Él llegan los otros. Así le pasa al profeta, así nos pasa a nosotros. Por eso Jesús dio su vida; por eso nosotros.
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Oración
Pan del cielo y de la tierra. Pan de trigo y de palabra. Pan que alimenta y fortalece. Pan partido, repartido y compartido. Pan de Dios y pan nuestro de cada día. Amén.