17 domingo del Tiempo Ordinario
30 de julio de 2017
Lecturas: 1 Reyes 3: 5. 7-12 | Rom 8: 28-30 | Mt 13: 44-52
Algunos de los comentarios recibidos por nuestra columna en La Palabra la semana pasada hacían referencia al hecho de que tanto el trigo como la cizaña crecen en el mismo campo. Parece que es nuestra tendencia natural esto de separar, dividir o recortar. A los seguidores de un equipo les cuesta reconocer las bondades de los jugadores del equipo contrario.
Mala es esta concepción de los otros donde los de enfrente parecen enemigos. También nos gusta pensar que “nosotros” somos los buenos. Tradúzcalo al ejemplo que quiera: en mi país todo es mejor, mi equipo es el mejor gane o pierda, mi Iglesia es la más santa, la más verdadera y la más fiel; y las recetas de mi madre son las más sabrosas. Son reduccionismos negativos que nos hacen daño.
Por eso nos cuesta digerir lo que dice Jesús en el Evangelio: entre “nosotros” hay buenos y malos, semillas crecidas en el mismo campo, alimentadas por la misma agua, pero dando fruto distinto. O con el ejemplo que propone hoy en el Evangelio: en esta pesca milagrosa hay peces buenos y malos y serán separados; unos irán al cesto y otros rechazados.
¿Cómo será esto? ¿Quién establece el criterio de aceptación y rechazo? La respuesta es obvia: Dios mismo. La regla de medir nos la ofrece el Evangelio. La dificultad comienza cuando no es Dios quien aplica la ley, sino los hombres. Cuando quien tiene el poder se convierte en regulador que mide a los demás según su rasero.
¡Qué fácil hubiera sido que Dios estableciera unos parámetros fijos y precisos para saber quién está dentro y quién está fuera! Pero no fue así. El núcleo de la enseñanza judeocristiana está en el Amor. El amor de Dios que es amor y en el amor divino vivido con nuestros pequeños corazones humanos.
Las lecturas del Antiguo Testamento que hemos leído durante este mes, insisten (hoy, por ejemplo, 1Re 3) en que Dios tiene poder pero actúa con misericordia. Es decir, que Aquel que es la ley y que puede castigar a quien no cumple estrictamente lo establecido, decide ser bondadoso y magnánimo. Pero se necesita un paso más: nosotros, ¿cómo llegamos a ser misericordiosos?
El ejemplo concreto que hoy nos presenta la Escritura es la oración de Salomón. El mensaje divino dice al rey Salomón que puede pedir lo que sea con la seguridad de que le será concedido (1Re 3:5). Vamos a ver algunos detalles importantes, que nos servirán de guía para orar.
Primero, saber a quién rezamos. Salomón sabe quién es Dios y sabe que es rey por bendición divina. Así que reconoce humildemente que sin Dios nada sería. Incluso admitiendo que todo fue un sueño (1Re 3:15), Salomón acepta la veracidad de esa experiencia religiosa. Lo hace porque Dios se manifiesta de muchos modos con tal de dialogar con nosotros.
Segundo, reconocer la herencia espiritual recibida. Salomón honra la memoria de su padre, el rey David, de quien recibe el trono y la advertencia de portarse bien cumpliendo los mandamientos (1Re 2:3). Estas fueron las últimas palabras del rey David y a ellas se aferra Salomón. Bien sabía el hijo que su padre no siempre había sido tan bueno ni tan leal.
Al final, Salomón ve las cosas como Dios quiere que las veamos: David fue bendecido y perdió la bendición, fue pecador y se arrepintió. Éste estuvo lejos y cerca de Dios, pero Dios siempre se mantuvo fiel a su promesa y logró recuperar a David para la fe. Si Dios hubiera seguido nuestros pobres criterios, David hubiera sido expulsado de la Iglesia y punto final.
Tercero, entender cuál es la misión y desafío al que hay que responder. La vida necesita un propósito. ¿Cuántas veces han escuchado (o incluso, pensado) “vivo sólo por vivir”? Esto es quizá una de las afirmaciones más angustiosas. Es fundamental en la vida tener un sueño, un proyecto, una ilusión. Porque sólo así encontraremos la misión divina que cada uno recibe en el momento de nacer.
Cuarto,comprometerse con la misión. Salomón sabe que es rey, que le toca esa misión. Y la acepta: “Estoy al frente del pueblo que tú escogiste” (1Re 3:8). Un pueblo que es de Dios (dice “gobernar a tu pueblo” [1Re 3:9], no dice “gobernar a mi pueblo”). Pero asume como propio a ese pueblo del que forma parte, mientras tiene claro que gobernará en nombre de Dios y según los criterios de Dios (“distinguir entre lo bueno y lo malo”, 1Re 3:9).
Quinto, tener claro lo que de verdad se necesita. Salomón se ha convertido en rey siendo joven e inexperto (1Re 3:7). Así lo confiesa, mostrando que no se le sube a la cabeza el cargo. Por eso su oración va dirigida a aprender a ser rey. Salomón no necesita dinero para que su reino sea rico, ni un gran ejército para defenderlo, ni más tierras, ni más barcos. Lo que verdaderamente necesita el rey es saber ser rey. Eso pide Salomón.
Ya sólo queda la respuesta del Señor. El don de Dios es la sabiduría. Salomón la recibe como un acto misericordioso de Dios. Acepta su misión, pide las herramientas para llevarla a cabo y Dios le concede la más importante de todas: sabiduría para discernir y actuar. Ojalá que miremos nuestras peticiones de esta semana a la luz de este ejemplo, para poder discernir en qué situación espiritual estamos.
Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.
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OraciónSeñor de poder y misericordia, de justicia y magnanimidad. Te pido la sabiduría para entenderme y entenderte, para saber qué hago aquí y cuál es la misión que pensaste para mí al llamarme a la existencia. Amén.