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Juan Luis CalderónOctober 11, 2017
(Fotografia: Sweet Ice Cream Photography/Unsplash) (Fotografia: Sweet Ice Cream Photography/Unsplash) 

28 domingo del Tiempo Ordinario

15 de octubre de 2017

Is 25: 6-10 | Salmo 23: 1-3a; 3b-4; 5,6 | Fil 4: 12-14; 19-20 | Mt 22: 1-14

Cuando yo era niño, pocas veces comíamos en restaurantes. La economía familiar no daba para esas cosas. Y tampoco se acostumbraba tanto. Al menos esa sensación me daba a mí. Para un niño como yo, comer en un restaurante era todo un acontecimiento.

Me sentía súper importante y muy mayor al ver al camarero acercarse a la mesa a servirnos. Era como estar en una película sobre gente rica y su mayordomo. No había nada más elegante y destacado en los pocos eventos sociales en los que participaba durante mi niñez que ir a un restaurante. Por eso me sorprendía tanto que, en la parábola de Jesús, alguien era invitado a un banquete y ¡se negaba a ir!

Con el paso de los años, aprendí que comer en un restaurante es algo más habitual de lo que yo imaginaba, que ser camarero tiene bastante menos glamour y que muchos se aburren de comer cada día en un sitio diferente (anhelando esa cosa tan normal para mí que era—y es—comer en casa). También aprendí que no sólo se rechazan invitaciones a banquetes, sino incluso a eventos mucho más importantes en la vida. Aprendí que nos la pasamos fuera de lugar con demasiada frecuencia, perdiendo el tiempo donde no deberíamos estar, apreciando a quien no lo merece, no correspondiendo a quien de verdad nos quiere, etc.

En resumen, aprendí que en la vida corremos el peligro de no ser los convidados a nuestra propia fiesta. Algo así como el Niño Jesús en los banquetes de Navidad, que ni está ni se le espera, preocupados como estamos en viandas y vestidos.

“La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes”, decía John Lennon. Tal vez ese sea el quid de la cuestión. Nos enseñan a cumplir obligaciones que alguien más dice que son importantes, sin ayudarnos a reflexionar de verdad y a comprender el valor de dichas obligaciones. Es como si viviéramos la vida de alguien más. Es una sensación que se repite continuamente entre las personas que se acercan a mí en mi función de acompañante espiritual.

Muchas personas se sienten desubicadas. Por eso, tantos se pasan la vida esperando que ocurra aquello que nunca preparan y deseando aquello que nunca buscan realmente. Hablo de algo más que “persigue tus sueños”. Hablo de personas centradas en la vida que llevan y realizados con ser quienes son. Es decir, personas que sean felices.

Me he dado cuenta que, dentro de las familias, es más fácil encontrar quienes hayan hecho este proceso de “apropiación” y se sienten conectados con el estilo familiar. Debo destacar la tarea educativa de esos padres que dialogan con sus hijos, haciéndoles descubrir el valor de lo que “se hace en casa” y no sólo imponiéndolo. Más complicado es transmitir valores en una sociedad cada vez más desorientada entre lo multicultural y lo políticamente correcto.

Muchos ya no saben a qué atenerse y, por desgracia, la reacción es el egocentrismo. Más complicado aún es el proceso de integración en el pensamiento ético-religioso Esto se debe a que muchas veces las iglesias invierten un gran esfuerzo en transmitir conocimientos, pero no siempre con capacidad de involucrar a sus miembros. A unos les suena a adoctrinamiento, a otros a “criar corderos en rediles”, a otros a transmitir viejas historias que poco tienen que ver con la vida real. En muchas ocasiones, también hay éxito.

Educar en los valores sigue siendo una prioridad para cada estructura social (desde la familia a la escuela, desde la religión a la patria). Si no lo hacemos, perdemos tanto al individuo como a la colectividad, hasta desmembrar a la sociedad. ¿Será esto lo que nos está pasando? No nos ayuda una educación centrada en la tecnológica en vez de en las artes y las relaciones humanas.

Las personas equilibradas, en mente y corazón, construyen un mundo con miras al bien común. Jesús propuso esto con el ejemplo de los invitados al banquete de bodas del hijo del rey. Estos invitados no entendieron la importancia del momento. El rey organizó el banquete para su hijo. En ese sentido, no aparece como jefe de Estado, sino como padre. Rechazar su invitación no equivale a ausentarse a un evento social, sino conlleva despreciar el corazón de un padre. Dicho de otro modo, el punto no era complacer al rey, sino apreciar a un padre emocionado que ya había hecho preparativos. Los invitados que rechazaron la propuesta del rey claramente no sabían lo que hacían.

Como padre más que rey, éste decide invitar a todos los que quieran llegar. Manda a sus criados a los caminos a que traigan a quien quiera celebrar. ¡Y los encontraron! Sí había personas dispuestas a alegrarse con un padre emocionado: los que simplemente se solidarizaron con quien deseaba compartir su felicidad. No buscaron congraciarse con el rey, ni favores, ni prebendas. Sólo se acercaron a compartir la alegría de un padre que los invitaba a un banquete.

Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.

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Oración

Ayúdame, Señor, a tener la capacidad de disfrutar de las cosas, de buscar lo importante, de querer ser feliz. Amén.

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