8 de junio de 2018
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, B
Lecturas: Os 11, 1. 3-4. 8-9. | Salmo: Is 12, 2-3. 4bcd, 5-6. | Ef 3, 8-12. 14-19 | Jn 19, 31-37
Ese canto entrañable que nos relata Oseas, que sabe a amor y a lágrimas, a ternura y bendición, nos conmueve hasta más no poder. Dios que se derrite de amor por su pueblo, que confiesa que quiere ser amor antes que omnipotente. Contundente confesión a la que deberíamos corresponder más y mejor cada día, como hacen los buenos esposos. Porque como si de un matrimonio se tratara, unido por un vínculo sagrado, no nos entendemos ya sin Él y pareciera que ya no se entiende Él sin nosotros. Ontológicamente no lo podríamos afirmar, pero en los asuntos del amor, la filosofía no siempre tiene la razón (¿se saben eso de “dijo el corazón a la razón: yo tengo razones que tú no comprendes”?).
El amor es paciente, es bondadoso, no envidia, no presume, no es egoísta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Cor 13:4-7), perdona todo y da nuevas oportunidades. Pero también quiere ser correspondido para que no se apague. Por eso es fundamental reconocer lo que el otro nos aporta. El amor no es tan ciego como nos gusta creer… ni ha de serlo. Porque un secreto del amor es amar al otro, la verdad del otro. Corremos el riesgo de (pretender) amar la idea que nos hemos hecho del otro; pero eso no es amor. Por eso el profeta Isaías indica (lo usamos como salmo hoy) que podemos confiar en el Señor porque sabemos bien sus “hazañas” en favor nuestro (Is 12:1-6). No es una confianza a lo loco, ni poner todo en manos del primero que pasa, sino confiar y amar a quien ya ha demostrado ampliamente que nos amó primero.
Y tanto nos amó que subió a la cruz por la remisión de nuestros pecados. El corazón de Jesús fue atravesado por la lanza del soldado. Para asegurar su muerte, golpearon el centro de la vida de un ser humano. Pero el corazón de Jesús ya estaba abierto antes de ese momento. Se abrió para acoger a todos, para amar sin límites, para traer un mundo nuevo a la humanidad. Vino a eso y dispuesto a lo que fuera. En la cruz se cumple lo que había dicho El mismo: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15:13). “Dar la vida” al estilo de Jesús es mucho más que dejarse matar por el otro. La vida está hecha de “pequeñas muertes”, de momentos en que nos negamos a nosotros mismos para entregarnos al bien del otro. Esa superación del egoísmo es el fermento de esta nueva humanidad que enseña Jesús. Y la enseña actuando. El dicho y el hecho.
El gran arraigo que tiene la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, nos demuestra la profunda empatía que esta devoción provoca en los fieles. Todos somos sensibles a la acción del amor y, mucho más al amor de Dios, sobre todo cuando se presenta con una imagen que fácilmente entendemos. Todos tenemos experiencia del amor, sabemos qué es amar y qué supone sufrir por amor. La solidaridad y cercanía del Nazareno con los que sufren, los enfermos, los pecadores, los rechazados… han sido desde siempre modelo de humanidad y piedra de escándalo. Nunca ha faltado en la espiritualidad cristiana el deseo de divinizar tanto al que se hizo hombre hasta reducir a la mínima expresión esa humanidad. Es cierto que Jesucristo es Dios, pero también fue hombre, porque así lo quiso. El problema no está en Él, sino en que muchos buscan desligarse de ese ejemplo de “pastor que huele a oveja” que nos dio el mismo Jesús, buscando no tener que hacerlo ellos mismos.
La Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús honra el amor de Dios que, desde un corazón humano, nos inspira a amar con la fuerza del amor divino. Propuesta, reto, esperanza. Deseo nuestro de estar dentro de ese corazón del amor de Dios. Anhelo de Dios de que nuestros corazones se hagan como el suyo. Y tenemos el ejemplo de Jesús de Nazaret, que siendo hombre mantuvo aún la inmensa capacidad de amar como Dios.
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Oración
Corazón sagrado de mi amado Jesús: yo, aunque vilísima criatura, os doy y consagro mi persona, vida y acciones, penas y padecimientos, deseando que ninguna parte de mi ser me sirva si no es para amaros, honraros y glorificaros. Esta es mi voluntad irrevocable: ser todo vuestro y hacerlo todo por vuestro amor, renunciando de todo mi corazón a cuanto pueda desagradaros. (Santa Margarita de Alacoque)