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Juan Luis CalderónJune 15, 2018
(Fotografía: Photo by Gerson Cifuentes | Unsplash)

17 de junio de 2018

11 domingo del Tiempo Ordinario, B

Lecturas: Ez 17: 22-24 | Salmo 91 | 2 Cor 5: 6-10 | Mc 4: 26-34

¿Se ha fijado que, aunque la predicación del Reino fue el eje central del mensaje de Jesucristo, la palabra no aparece en el Credo? Como si a los reyes de este mundo no les gustase demasiado la competencia del Rey de Reyes.

Muchos se han quejado, a lo largo de la historia de la Iglesia, de lo poco y mal que se predica sobre el Reino de Dios. Hay quien dice que fueron presiones políticas las que callaron la palabra “Reino” del discurso.

Puede ser que sigamos en lo mismo, que nos siga molestando la figura de Jesús y sus merecidas aspiraciones. El Mesías no sólo dijo palabras bonitas, sino que predicó con el ejemplo y eso es lo que nos mata.

De nuevo la bendita historia de predicar con el ejemplo. Si eres el hermano mayor, has de dar ejemplo; si eres el profesor, debes ser un ejemplo para tus discípulos… Siempre la historia de ser buenos porque otros nos miran o porque nos hemos convertido en su punto de referencia.

De ese modo andamos siempre hacia adelante portando el pesado fardo de ser ejemplo para los demás, los que nos están cerca y nos son queridos; y también para los otros, para los que no conocemos y nos miran desde el anonimato. Éstos suelen además ser los más proclives a las críticas hirientes si no cumplimos sus expectativas.

Lo que muchos no suelen considerar es que Jesús nos enseñó que la construcción del Reino se parece a una semilla y que el Reino sucederá cuando la planta dé fruto. Pero no sucede el Reino de modo espontáneo ni instantáneo. Ni tampoco pasa con eso de “ser un buen ejemplo”. De la semilla al fruto hay un largo proceso. Esta palabra clave no siempre es bien entendida. En este mundo de prisas contrarreloj, hace falta tiempo para desarrollar algo que de verdad sirva. Las edificaciones que perduran se sustentan sobre la roca (Lc 6:48), pero es mucho más fácil construir sobre la arena (Lc 6:49). Ya otras veces hemos reflexionado en La Palabra sobre el profundo impacto que la “inmediatez” causa en nuestras vidas y cómo nos esta haciendo padecer en el nivel afectivo y espiritual. Queremos las cosas al momento y nos desespera la espera. Pero esperar es parte del proceso.

Cuando se habla de procesos espirituales, la espera no es pasiva o inactiva. Todo el tiempo que se toma en alcanzar los frutos es tiempo requerido para el desarrollo completo de las virtudes, la transformación, mejora, de las situaciones y la acomodación a la nueva realidad de comunión con Dios. Solemos llamar esto conversión. Si es una verdadera conversión, no se va a producir en un segundo, aunque sólo se necesite un segundo para plantar la semilla y que se inicie el proceso. La fuerza del Espíritu Santo –con Pentecostés apenas celebrado hace pocos días– es la garantía de que nada quedará inmóvil. Donde está el Espíritu, hay vida.

Esto sólo lo sabe quien está dentro. Los que miran desde fuera piensan que los cambios y las conversiones se hacen de modo milagroso. Pero no es así. El milagro de lo instantáneo aquí no sirve. Hay que dejar que la semilla quiera transformarse, que se rompa, que germine y crezca. Sí, que crezca transformándose en algo o alguien aún mejor. Todo comienza con la invitación de Dios. Esa inspiración interior nos mueve a entender que somos semilla y que la semilla sólo tiene sentido como potencia de algo más que puede ser. Lo que ya soy es importante, pero sigo llamado a ser aún más. Es importante entender que la invitación divina responde a la decisión personal de la semilla de querer crecer.

Nada es forzado. Sin la libertad de los hijos de Dios, de poco valdría una “invitación” divina porque no sería invitación, sino obligación, compulsión. Jesús usaba la imagen de la semilla para resaltar el proceso. No cambiamos de inmediato, no es a golpe de varita mágica, sino tomando nuestro tiempo. A su tiempo se alcanzará el fruto. Más aún, a su tiempo seremos testigos y hasta habrá quien quiera estar cerca de nosotros y seguir nuestro ejemplo. Así le sucedió a Jesucristo, el árbol de los frutos más grandes, a cuya sombra anidamos.

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Oración

Señor, que acepte que soy semilla para poder después germinar y dar fruto. Que mi fruto sea el tuyo y que nuestro fruto perdure hasta la vida eterna. Amén.

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