Tememos lo desconocido. A veces, reaccionamos como si todo se hubiera convertido en un peligro. Una comida cuya fecha de caducidad se acerca amenaza tanto nuestra salud como cualquier enfermedad. Lo extranjero, lo que no entra en nuestras etiquetas, es visto como violento. Nos asusta e incomoda el no entender lo que el otro dice en su idioma. Así se perpetúan nuestros prejuicios y continúan hasta el infinito.
El otro día me llegó de nuevo al email una de esas presentaciones que van y vienen que recuerdan cómo eran las cosas cuando éramos niños: cuando jugábamos en la calle, o nos hacíamos un caballito con un palo o nos bañábamos en el río en agua sin depurar y sin cloro. Lo mejor venía al final. La presentación terminaba diciendo: “¡Y sobrevivimos!” Hoy en día hemos desarrollado una superprotección alrededor de nuestros hijos. Intentamos que nada malo les suceda en este mundo que ahora percibimos plagado de riesgos.
El miedo siempre ha sido una herramienta para paralizar a la gente. Tristemente, hemos visto que esto ha entrado incluso en el discurso de la campaña electoral apenas terminada. Algo va mal en nuestra conciencia colectiva cuando apelamos a los miedos irracionales para ganar unas elecciones en un país creado con la aportación de individuos de todas las razas, pueblos y naciones. ¿Qué nos está pasando?
Mi diagnóstico está ligado al Evangelio que este domingo proclamamos litúrgicamente y que meditamos. Sucedió que algunos estaban hablando del templo, de la solidez y belleza de sus piedras y de las ofrendas votivas que lo adornaban. Jesús anuncia: “vendrán días en que de todo esto que ustedes están viendo no quedará ni una piedra sobre otra y todo será destruido” (Lc 21:6). Las preguntas saltan de inmediato: ¿cuándo sucederá esto?, ¿cómo sabremos que está a punto de suceder? (Lc 21:7).
Parece como si Jesús evadiera las preguntas. ¿Por qué? Mi conclusión es simple: no se trata de evadir, sino de responder a las preguntas que deberían hacerse sus interlocutores. Es un asunto de “centrarse” en lo esencial.
Lo esencial, al preguntarnos sobre el miedo, es la actitud. En el caso de aquellos que se asustan porque el templo será destruido, lo primero que se les ocurre es querer saber el día y la hora. En realidad la pregunta debería ser: “¿cómo nos preparamos?”
“Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin” (Lc 21:9). El panorama que nos presenta Jesús parece desafiar toda preparación. Habla de naciones que se levantarán contra naciones, padres contra hijos, hermanos contra hermanos. “Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes” (Lc 21:14-15). Aunque parezca pasiva, o hasta resignada, lo que esta actitud demuestra es una confianza en la presencia de Dios en medio de nuestros conflictos.
Si tenemos miedo, es porque algo toca nuestra vulnerabilidad y nos expone como seres frágiles. Esta fragilidad, vista desde Dios, nos invita a confiar. Ante la parálisis del miedo, Jesús nos propone la esperanza. Esto, por supuesto, es difícil y el cinismo se nos presenta como una manera más fácil de expresar nuestro temor. Nos aturde aquello que está fuera de nuestro alcance o que se nos escapa. En estos momentos, conviene recordar que uno no es el único que se siente así. Lo que nos sobrepasa también puede unirnos en solidaridad.
Ante los duros acontecimientos de la vida, Jesús nos invita a estar preparados, no con miedos, sino con esperanza. Ojalá que los nuevos tiempos que corren, con nuevo habitante en la Casa Blanca, no erradiquen nuestra esperanza. “Si se mantienen firmes, conseguirán la vida" (Lc 21:19).
Señor, Dios de vida y esperanza, que me cuidas y sostienes incluso cuando yo no lo veo. Dame la serenidad interior para enfrentar los problemas con entereza y la esperanza para construir un mundo mejor. Dame la paz de la mente para enfrentar las situaciones y la pasión del corazón para construir el Reino aquí en la tierra. Amén.