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Juan Luis CalderónFebruary 27, 2017

Primer domingo de Cuaresma

5 de marzo de 2017

Lecturas: Gn 2: 7-9; 3, 1-7 | Salmo 50 | Rom 5: 12-19 | Mt 4: 1-11

Mi padre solía recitar emocionado un verso de José María Gabriel y Galán (1870-1905) titulado ¡Quiero vivir!. La última estrofa dice:

¡Quiero vivir! A Dios voy

y a Dios no se va muriendo,

se va al Oriente subiendo

por la breve noche de hoy.

De luz y de sombras soy

y quiero darme a las dos.

¡Quiero dejar de mí en pos

robusta y santa semilla

de esto que tengo de arcilla,

de esto que tengo de Dios!

Para mi padre, este poema representaba la esencia de la vida: ser hijo de Dios (“esto que tengo de arcilla”) y ser transmisor de la vida (“esto que tengo de Dios”). La grandeza así expresada no deja de sorprendernos. Somos mucho más que creyentes, discípulos y feligreses. Somos imagen, hijos y herederos.

Así piensa Dios de nosotros: que somos dignos de compartir lo que es más característico de Él. Lo más hermoso e importante de Dios y lo que más nos afecta no es ser todopoderoso y omnisciente, sino ser Padre. Además, Dios nos transmite esa magnífica capacidad de amar y generar nueva vida en su nombre y a su imagen.

Ahora, no todo es tan dulce y santo en nuestra existencia. También existe la tentación. La Palabra de Dios nos ofrece muchos ejemplos y hoy se concentra en dos: Adán y Eva y Jesucristo. Todos tentados, porque es parte de ser humano. Estamos expuestos a esa lucha continua entre el bien y el mal. El enemigo cumple con su trabajo. Está en nosotros no caer en la tentación. Mientras tanto, nuestra tarea es avanzar en la vida (“por la breve noche de hoy”, dice el poeta) respetando nuestra condición primera de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.

Así piensa Dios de nosotros: que somos dignos de compartir lo que es más característico de Él.

Deseamos ser libres y autónomos. Está bien que lo seamos. Pero ese deseo natural, que nos asemeja tanto a Dios, a veces no hace querer volar más allá de los límites. Ahí radica uno de los conflictos de la vida: identificamos las leyes como algo siempre malo que nos recorta y nos limita. Así lo hace el demonio en los ejemplos que este domingo meditamos.

Primero siembra la duda en Adán y Eva. Ellos habían escuchado y entendido, pero Satanás se las ingenia para que pierdan la seguridad en sí mismos al perder la confianza en Dios. La mentira: si Dios te ama, no te pone límites. La verdad: los límites separan el camino correcto del camino equivocado; permiten la virtud; ayudan a la vida cuidándonos de la muerte.

Cuando Eva y Adán ya no supieron qué era qué y quién era quién, perdieron el paraíso. No fueron expulsados, aunque así lo exprese el relato. Más bien, ellos mismos eligieron ser sus propios dioses y hacerse un paraíso a su propia medida. Dios se lo hace saber, pero inmediatamente sale a buscarlos para que recuperen el paraíso perdido.

En el desierto, Satanás intenta engañar a Jesús negando su identidad. La mentira: condicionar la propia personalidad como algo que se alcanza, se compra o se vende. “Si eres hijo de Dios, haz esto”, le dice. Jesús no cae en la trampa. Respuesta: lo haga o no lo haga, soy hijo de Dios. Porque la condición de hijo no la alcanzo, ni consigo, ni compro, ni es un premio.

Soy hijo porque el Padre me ha hecho hijo. Yo fui yo, fue El. Jesús es tentado con las necesidades más básicas del ser humano (alimento, poder, riqueza). Pero no cae en la tentación porque no negocia con su identidad. Justo lo contrario de Adán y Eva.

En mis oídos de joven y de adulto, los últimos cuatro versos del poema del principio han resonado mil veces. Siempre han sido fuente de nostalgia al recordar a mi padre y de esperanza al recordar a mi Padre. Una mitad de mí está conectada con la creación y la otra mitad la comparto con el Creador. Saber esto produce en mí la gran emoción de saber cuál es mi verdadero y misión.

Aunque a veces mi existencia se oscurezca por caer en la tentación, estoy consciente de quién soy en el fondo. Por eso la Cuaresma es la época del año en que con más empeño busco regresar a casa, al paraíso perdido. Porque ¡quiero vivir!

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Oración

Padre nuestro que nos haces hijos. Tu santo nombre es mi apellido. Tu reino es mi hogar. Tu voluntad es la mía, aunque a veces me cueste. Dame hoy el pan que me alimenta y la paz que me fortalece. Ayúdame a vencer la tentación, a recordar quién soy en cada momento y a recordar también quién eres Tú. Acompáñame hasta el paraíso. Amén.

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