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Juan Luis CalderónSeptember 12, 2017
(Fotografía: Eberhard Grossgasteiger / Unsplash) (Fotografía: Eberhard Grossgasteiger / Unsplash) 

24 domingo del Tiempo Ordinario

17 de septiembre de 2017

Ec (Sir) 27: 33–28, 9 | Salmo 102 | Rom 14: 7-9 | Mt 18: 21-35 

 

Todos sabemos bien que el eje sobre él que gira el Evangelio de Jesucristo y la revelación entera es el amor. Desde el principio se venía venir, pero con la encarnación de Dios en Jesús y su predicación todo quedó más claro. El Mandamiento del Amor se convirtió en la piedra angular sobre la que debería edificarse toda la construcción cristiana. Es el amor que Dios siente por nosotros, el que provoca la creación, la encarnación, la redención y todo lo demás. Tanto es así que bien podemos resumir que “Dios es Amor” (1 Juan 4:7-9). En otras palabras, Dios se entiende a sí mismo como el gran amante que tiene a todos en Su corazón y nos ama a todos, de un modo efectivo, auténtico, eficaz, activo…

No se trata solamente de una bonita teoría que queda escrita después en la Biblia. “El papel lo aguanta todo”, solemos decir. A veces esta expresión se entiende como la gran fantasía de que podemos escribir nuestros sueños como si de un gran programa de vida se tratara. Pero, en realidad sabemos lo difícil -o incluso lo imposible- que sería realizarlos. Otras veces decimos que “el papel lo aguanta todo” para expresar lo que sea y presentarlo como promesa, sabiendo que no lo vamos a cumplir.

Pero en el caso de Dios, el “papel” es proyecto y compromiso. Planeado para hacerse realidad. La idea se convierte en alianza. La promesa se cumple. La realidad supera a la fantasía. Y así la redención se produce, la salvación se realiza y las puertas de la vida eterna se abren para todos aquellos que se preparen para cruzarlas.

La cosa no queda ahí. Nosotros somos los receptores y beneficiarios del plan salvífico de Dios; nosotros somos quienes recibimos la salvación. Pero además nos convertimos en colaboradores de la obra de Dios (1Co 3:9). ¿Cómo hacerlo? Al estilo de Jesús. Es mucho más que obedecer (Mc 10:17-22). Es convencerse de que ése es el camino correcto para vivir y actuar en consecuencia (“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”, Jn 6:68). Es imitar (“Haced lo que Él os diga”, Jn 2:5); hacer lo mismo que hace el Señor hasta transformar nuestra manera al modo de la suya, siendo la misma porque así deseamos que sea (“Hemos hecho lo que debíamos hacer”, Lc 17:10). Es compartir con Dios los sentimientos y pensamientos. Es solidarizarnos con los que les cuesta entrar en esta dinámica (“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, Lc 23:34), recordando que ellos están donde una vez estuvimos.

Es de mucha importancia entender que, por muy difícil que sea, este es el modo correcto de proceder. Porque es el único camino que soluciona los graves problemas del mundo y los más trascendentales. Incluidas las “cuestiones últimas” sobre el ser humano después de la muerte y las otras grandes preguntas que iluminan y atormenta nuestra existencia interior. Por eso Jesús hoy nos presenta esta tarea de continuar su misión de santificación de los hombres en Cristo y de glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10). Y hay que hacerlo sin límites y sin excusas. Eso significa el “setenta veces” del perdón (Mt 18:22).

Esta es la nueva actitud del cristiano. Este es el fermento de la nueva humanidad que esperamos construir domingo tras domingo. Igual que Dios ha estado generación tras generación repitiendo lo mismo y amando por igual, ahora nosotros, Iglesia, pueblo de Dios, nación santa sin territorio y sin bandera (o mejor: con todo los territorios y todas las banderas), por encima de razas y lenguas. Sin límites que nos separen, con tentáculos de amor, perdón y solidaridad que nos unen. Lazos que superan todo igual que superamos la tentación de quedarnos en la ofensa. Por eso perdonamos “setenta veces siete” y perdonamos a los que nos ofenden, a nuestros deudores, a quien no nos comprenden y a los que se sienten amenazados por tanto amor.

¿Cómo hacer entender esto a quien no esté enamorado del Señor y su palabra? Quizás por eso Cristo nos dijo que prediquemos con el corazón, no con la mente; con el perdón, más que con las palabras. Perdonando setenta veces, siempre, sin límites, sin excusas, sin desesperanza. Si tú lo haces así es porque te llegó tu momento de despertarte. Confía, ya les llegará a ellos. Mientras tanto recuerda que “para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14:9). Sin excusas.

Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.

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Oración

Miro mis manos repletas de todo lo que te debo. Miro el viento de tu amor que las barre de mis manos y se las lleva lejos. Quedo libre de mis pecados, de mis deudas. Quedo en paz contigo. Entonces miro a mi lado y encuentro a quien me debe y… pido que salga de mí tu viento que limpia y aleja. Para que vivamos todos en paz. Amén.

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