24 de diciembre de 2017
Cuarto domingo de Adviento
Lecturas: 2 Sam 7: 1-5. 8b-12. 14a. 16 | Sal 88 | Rom 16: 25-27 | Lc 1: 26-38
“El casado casa quiere”, dicen en mi tierra. Se refiere al deseo de toda pareja recién casada de tener su propio espacio, su “nidito de amor”, donde convivir. Para los que, como yo, la vida nos ha llevado de lugar en lugar, dejar las maletas en la casa nueva por primera vez es una de las sensaciones más indescriptibles que hay.
Acabo de llegar a una nueva ciudad, pero ya tengo un espacio que es “mío” y que iré haciendo más mío cada día. Seguro que saben a lo que me refiero. Todos siempre llevamos un objeto peculiar que, al ponerlo en la casa, la transforma en un hogar. Como si esa cosita dijera: “¡Aquí vivo yo!”.
Después les damos a los familiares la nueva dirección. Esto indica que el recién llegado ya pertenece a la nueva ciudad.
En los hoteles no se decora el espacio con el toque propio de uno. Pasamos allí apenas unas horas durante unos pocos días. Alquilamos la habitación para abastecernos de las necesidades fundamentales: bañarnos y dormir. No es nuestro lugar, sino donde estamos temporalmente sin dejar huella de nuestro paso. Nuestra relación con este espacio es funcional: no conlleva afecto.
Dios no creó este mundo para habitarlo, sino para que los hombres tuvieran su lugar. El proyecto divino nos proveyó una casa para convertirla en un hogar. Dios preparó todo y nosotros la decoramos. Podemos imaginar a Adán y Eva pintando de risas los cielos con nubes y de asombro las flores que iban descubriendo: paseos tomados de la mano, esparciendo amor que contagiaba la naturaleza. Podemos imaginarlos transformando la realidad con sus trabajos porque fueron puesto ahí para cultivar la tierra y ayudarla a dar fruto. También decoraron el mundo con el pecado y sus consecuencias.
De repente, el proyecto de Dios se rompió. Ahora, en lugar de hacer que la tierra dé fruto, la explotan; en lugar de cuidar de los animales, los matan hasta la extinción; en lugar de amarse los unos a los otros, se matan entre hermanos. Dios pudo haberse lavado las manos y alejarse de aquellos hombres y mujeres corrosivos. Cualquiera se hubiera ido muy lejos. “Un capitán no abandona su barco”, dicen las gentes de la mar. Dios tampoco nos abandona.
La liturgia de este último domingo de Adviento refuerza el compromiso de Dios con nosotros con la pasión absoluta de quien está aquí para quedarse. Aunque Dios no hizo el mundo para sí mismo, lo convirtió también en su hogar porque ahí viven sus hijos. Por muchas grietas que le hagamos a la creación, Dios sigue ahí a nuestro lado en cada acontecimiento. Disfrutó del paraíso con Adán y Eva. Padeció con su pueblo en Egipto. Habitó en una tienda en el desierto. ¡Dios tan cerca!
Los edificios pasarán. ¡Hasta el templo de Jerusalén fue destruido tres veces! Pero los corazones de los que aman a Dios no pasarán. Ahí Dios desea vivir, habitar, tener su hogar. La herencia del creyente no es pasarle una propiedad a su hijo, sino transmitirle el amor de Dios y el amor a Dios. Así se entiende el episodio de la primera lectura de hoy (Sam 7).
Dios no se detiene ahí. En su implicación, solidaridad, AMOR por los seres humanos, decide compartir nuestra naturaleza. San Juan dice que el Señor “habitó entre nosotros”, pero hizo más aún: habitó como nosotros. Se hizo humano, se hizo como nosotros, se hizo uno de nosotros. Es el misterio de la encarnación; misterio de una mujer convertida en “casa de Dios”; tan humana como todos, tan excelsa como todos estamos llamados a ser.
El paso siguiente que el Señor dará será quedarse a habitar en nosotros al hacerse Eucaristía. Pero de eso ya hablaremos. De momento nos quedamos con la esperanza del Adviento dispuesta ya a explotar en campanas de alegría porque esta noche es Navidad.
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Oración
Dios del cielo que se hace carne. Alma de hombre que se une a Dios. Unión hermosa de amor entre El y yo. Abierto estoy para el misterio de la Navidad que espero con ansia. Preparado estoy para recibirte, para que habites en mí. Amén.