11 de febrero de 2018
6 domingo Tiempo ordinario, ciclo B
Lecturas: Lv 13: 1-2. 44-46 | Salmo 32: 1-2. 5,11. | 1 Cor 10: 31–11, 1 | Mc 1: 40-45
Se nos hace a veces complicado acercarnos al Antiguo Testamento. Su mensaje nos desconcierta de tal modo que hasta puede provocarnos escándalo. ¿Cómo es posible que Dios diga o haga esto o aquello? ¿Por qué permitía algo o no lo evitaba? La respuesta que siempre recibimos ante estas dudas es: hay que entender cada cosa en su contexto. Así es. Cada acontecimiento y decisión tiene un contexto histórico, social, cultural, espiritual. A esto hay que añadir los condicionamientos y las múltiples facetas de nuestra existencia, tanto individual como comunitaria.
Es fácil perder la perspectiva de las cosas cuando no atendemos a estos contextos y circunstancias. Juzgamos fácil e injustamente la historia desde nuestra mentalidad y criterio actual. Hay que tener cuidado al proyectar nuestros esquemas. Sobre todo porque generalmente nos vemos como “los buenos” y los que tenemos toda la razón, mientras que los demás parecen más tontos que nosotros. Claro, ver las cosas desde aquí es más fácil que analizarlas estando dentro. Creo que se entiende lo que quiero decir.
El revisionismo histórico tiene sus riesgos, pero merece la pena, porque ayuda a entender el pasado y preparar el futuro. Al leer los anales, hay que entender que “la historia la escriben los vencedores”, como se suele decir. Tantas veces se necesita una revisión de las conclusiones generalmente aceptadas sobre lo que pasó para verlo desde otros puntos de vista. Ser críticos con nosotros mismos es muy positivo. Al fin y al cabo, sería como aplicar el “examen de conciencia” al conjunto de la historia. El “examen de conciencia” incluye el propósito de enmienda. ¿Recuerdan? Por eso al mirar la historia de los demás deberíamos aprender para no cometer los mismos errores.
En las lecturas de hoy nos sorprende que el Señor dijo a Moisés y Aarón que el leproso debía ser apartado y declarado impuro “mientras le dure la lepra” (Lev 13:46). La medida era terapéutica. La lepra se extendía fácilmente en una sociedad donde las escasas medidas sanitarias no permitían ni curar al enfermo ni proteger a la comunidad. No era un apartamiento cruel, sino profiláctico. No se podía tratar al enfermo, pero se evitaba el contagio. Si sucedía la curación, el que había estado enfermo recuperaba su lugar en la comunidad. No era una condena permanente al aislamiento. (Recomiendo leer todo el capítulo 13 del libro del Levítico para entender cómo se actuaba en este sentido).
El problema que hoy deberíamos juzgar no es el de la expulsión temporal de la comunidad, sino este otro: ¿la comunidad se desinteresaba del enfermo? ¿lo abandonaba a su suerte? ¿qué se podía hacer para ayudar al que ha contraído la enfermedad? Cierto, hoy podemos curar, tratar o paliar las enfermedades por muy peligrosas que sean. Pero la discriminación sigue vigente según el tipo de enfermedad que se padezca. En eso es en lo que no hemos progresado tanto como deberíamos.
La diferencia entre este pasaje del Levítico y el del evangelio que leemos también hoy está en que Jesús sí tiene la capacidad divina de curar. Jesús limpia a los leprosos porque puede y porque ellos quieren. Acto seguido, los envía a presentarse al sacerdote para que sean declarados puros. Ojalá que la comunidad haya sabido aceptarlos y recuperarlos para la vida social. Ojalá que no hayan padecido la discriminación de haber sido aquellos que una vez estuvieron enfermos. Ojalá no hayan sido crucificados con el apodo de “Fulano, el leproso”. Por muy curados que hayan quedado, ¿quién sabe cómo fueron tratados?
Para centrarnos bien en el espíritu de estas dos lecturas paralelas, se nos ofrece el hermoso complemento de la epístola. Pablo, catequista paternal, pastor cuidadoso, nos indica que todo se hace para que los demás se salven. No es el propio interés el que ilumina la vida, sino el bien de todos a la vez. Desde ahí vemos a Moisés y Aarón reconociendo humildemente que no podía curar a un hermano enfermo y con la obligación de proteger a los demás. Y vemos a Jesús que humildemente cura, pero no quiere que se sepa, porque no es para su gloria que se realiza el milagro.
Quiera Dios que el fruto de nuestra oración, de nuestras obras y sentimientos sea el bien común y la posibilidad de que el mundo sea mejor para todos. Dejémonos curar el entendimiento con estas terapias divinas.
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Oración
Dios de la salud y Padre de todos, ayúdame a sentir con un corazón como el tuyo, para que las alegrías y preocupaciones de los demás sean también mías, y que los frutos de mi trabajo construyan un pedacito del Reino. Amén.