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Oscar Andres Rodriguez Maradiaga
The council revealed John XXIII's hope for dialogue.
Oscar Andres Rodriguez Maradiaga

Uno de los acontecimientos más significativos de la historia cristiana del siglo XX, fue, sin lugar a duda, la celebración de un Concilio Ecuménico. Llamarlo simplemente “el Concilio Vaticano II” no es suficiente. La razón total, complexiva fue que se tratase de un “verdadero Concilio Ecuménico.” Por eso se trata de un acontecimiento no sólo católico, sino con gran repercusión ecuménica que marcó a todas las Iglesias y que sigue dejando su huella hasta el día de hoy. Esta esperanza fue una verdadera efusión del Espíritu Santo. La efusión resultan en esperanza para la Iglesia, para la humanidad, para el mundo.

Muchos lo vieron como una “respuesta” para que la Iglesia alcanzara el “tren de la historia” que en algunas cosas había perdido, pero, en realidad, se trató y se sigue tratando de una respuesta de esperanza.

Nuestros ojos tienen que contemplar, con admiración, al ahora Beato Juan XXIII, en la basílica de San Pablo extramuros, aquel 25 de enero, en la fiesta de la Conversión de San Pablo. Se trató del inicio de un camino de conversión para la Iglesia. Allí, el ahora Beato, convocó el Sínodo Romano, que no tuvo grandes repercusiones, la revisión del Código de Derecho Canónico de 1917, que luego promulgo el Beato Juan Pablo II el 25 de enero de 1983 y finalmente, convocó un Concilio Ecuménico.

No le resultó fácil, ya que, como sabemos, en 1870, a raíz de la pérdida de los Estados Pontificios, el Concilio Vaticano I, no fue clausurado. Había que cerrar aquella página de la historia para abrir una nueva.

Juan XXIII tenía solamente tres meses de haber sido elegido Romano Pontífice, y en medio de su intervención aquel 25 de enero de 1959, guardó silencio, no el silencio de la vaciedad, sino que el silencio del Cristo que pasa con su Espíritu Santo. Y allí, en ese silencio, el Espíritu de Dios infundió esa luz. Muchos creyeron que se trataría de un “papa de transición,” y vaya que si lo fue. Inició la transición de una Iglesia de antes a la Iglesia de Hoy, en mayúsculas, de la que todos somos hijos nuevos.

Hoy en día, podemos afirmar, con sinceridad, que el proceso de asimilación de su mensaje no está todavía concluido. A 40 años del Concilio Ecuménico, muchos saben de él, pero no lo han implementado, o no lo han leído o no lo han entendido.

Incluso, muchos han intentado borrar su recuerdo porque los desafíos que el Concilio Ecuménico Vaticano II planteó y sigue planteando hoy son muy incómodos para algunas estructuras y algunas personas.

“El nuevo Pentecostés" invocado por el Beato Juan XXIII abrió y continuá abriendo puertas y ventanas para una Iglesia con una frescura nueva, en la que no pocos pastores y laicos siguen sufriendo la tentación del encierro en un cenáculo seguro o lleno de prestigios y comodidades, o poco disponible a escuchar las angustias y las esperanzas del mundo.

La sorpresa fue la frescura de una familia Universal, Católica, Santa, Misionera.

La sorpresa de todo el mundo fue enorme, cuando el papa Juan XXIII, elegido Papa a los 77 años de edad, anunciaba que había que abrir las puertas y las ventanas de la Iglesia y las del compromiso misionero de los bautizados. Fue una gran sorpresa no pequeña fue el llamado universal a la santidad para todos.

Este “Papa de transición,” de origen humilde y campesino, había sido elegido después del importante y largo pontificado de Pío XII, que a toda la cristiandad le había parecido como algo heroico, místico y profético en medio de los difíciles años de la segunda Guerra Mundial y de todos los desafíos humanos, sociales y eclesiales de su momento.

Juan XXIII lanzaba esta idea que él definía "como una flor espontánea de una primavera inesperada" y como "un rayode luz celestial."

En la oración de Juan XXIII para preparar el Concilio, el “Papa Bueno” hablaba con acierto de "un Nuevo Pentecostés." No debía ser un concilio ecuménico para combatir algún error doctrinal o para hacer apología o para luchar con alguna ideología anticristiana.

Debería ser un concilio “ecuménico,” en el estricto sentido de la palabra, de diálogo, de apertura, de reconciliación y de unidad. Todos convocados, todos incluidos, todos responsables, todos, santos, todos misioneros: esa era su intención.