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Juan Luis CalderónFebruary 23, 2017
(fotografía: iStock)

VIII domingo del Tiempo Ordinario (A)

26 de febrero de 2017

Lecturas: Is 49: 14-15 | Salmo 61 | 1 Co 4: 1-5 | Mt 6: 24-34

“Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta.”

A mi juicio, la gran enfermedad de nuestro tiempo es el estrés. El estrés está relacionado con algunas de las causas de muerte más importantes en los Estados Unidos (y en muchos otros países). Hace algunos años empecé a trabajar, junto a Agustín Arséndiga, en toda una línea de reflexión sobre estrés y espiritualidad, que nos llevó a proponer nuestras ideas en diferentes congresos en varios países.

La teología pastoral ya hace tiempo que reflexiona —como hacemos Agustín y yo– sobre las consecuencias del estrés en la vida espiritual. Pero la praxis está aún alejada (por no decir que desconoce) de la necesidad de convertir las iglesias en espacios mucho más tranquilos y acogedores. Porque también eso buscamos. ¿Cómo no recordar el número de la revista Time Out New York hace algunos años donde se proponían los lugares más visitados para rezar en la ciudad? Hubo unas cuantas sorpresas, pero pocas iglesias.

Por eso titulo hoy esta columna parafraseando unas palabras de la Salve, una de las oraciones más queridas de los católicos, y, elevando los ojos al cielo, digo que nosotros somos los “agobiados hijos de Eva”.

El estrés se ha convertido en algo así como el precio que hay que pagar por vivir en el mundo moderno. Las consecuencias de la ansiedad son evidentes y bien estudiadas a nivel médico y psicológico. Han trascendido las fronteras de la literatura científica y son tema de “cultura general”, es decir, todo el mundo sabe lo perjudicial que es el estrés para nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Pero aún no se escucha tanto hablar en general de cómo el estrés afecta nuestra relación con Dios.

Ahora, Jesús sí lo sabía. Por eso en algunas ocasiones su mensaje fue de tranquilidad y para calmar por dentro. Fue directo al decir “no estén agobiados por la vida pensando qué van a comer, ni por el cuerpo pensando con qué se van a vestir. ¿No vale la vida más que la comida y el cuerpo más que la ropa?” (Mt 6:25).

Parece que las ansiedades humanas son un mal endémico que se extiende desde los campos de Galilea del primer siglo, pasando por las grandes urbes del siglo XXI y, me temo, prolongándose hasta la vida intergaláctica. O al menos así será si no tomamos medidas.

La medicina de Jesucristo para el estrés no es unas vacaciones de 15 días en la playa para volver a empezar. Sino un cambio profundo de actitud. Se llama confianza. Confianza en Dios, desde luego (no en los billetes de dólar; luego comentaremos eso). Jesús propone que abramos nuestro corazón al Amor de Dios.

El Amor de Dios es la garantía de que todo funcionará porque el orden natural de las cosas es que Dios crea y sostiene. Así ha sido desde el comienzo de los tiempos. Leer la Biblia nos ayuda a comprobarlo al ver una y otra vez la providencia de Dios con todos aquellos que, siglo tras siglo, han puesto su esperanza en el Señor.

Lo malo de la confianza es que, por así decirlo, se sustenta en el aire. Se sustenta en algo tan incontrolable como los designios amorosos de Dios. ¡Qué ansiedad nos produce que las cosas importantes dependan de otra persona! Ahí comienza la siguiente parte del problema. La tendencia humana al control nos lleva a desconfiar. Entonces es que buscamos alternativas que nos den seguridades.

Así cometemos muchas tonterías desde querer predecir el futuro a intervenir militarmente en la política de otro país. Como son falsas seguridades, nuestra ansiedad aumenta. Esta actitud de deseo de control frustrado se transforma en una espiral de estrés que sube y sube hasta matarnos la mente, el cuerpo y, por fin, el alma.

De ahí que Jesús advierta, antes de hablar de la confianza, que “no se puede servir a dos amos” (Mt 6:24). Nuestra obsesión materialista se relaciona profundamente con el deseo de control. El afán de ser uno mismo quien decide lo que está bien o mal provoca en nosotros el miedo de una libertad vertiginosa. Como ven el asunto empezó con Adán y Eva.

Jesús dice que quien actúa así es un pagano. Es decir, todo esto es problema de falta de fe y confianza en Dios. Pues ya sabemos, a trabajar en este asunto. Nos va en ello la vida.

Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.

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Oración

Qué tal si hoy me pongo en tus manos y doy el primer paso en la confianza. Señor, Tú sabes que esto no es fácil para mí. Me siento como el día que mi padre me enseñó a montar el bicicleta. Pero igual que aquel día salí bien y aprendí, sé que todo saldrá bien en mi vida porque Tú eres mi padre y me cuidas. Amén.
 

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