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Juan Luis CalderónNovember 01, 2017
(Fotografia: Indranil Roy/Unsplash) (Fotografia: Indranil Roy/Unsplash) 

5 de noviembre de 2017

31 Domingo del Tiempo Ordinario, A

Mal 1:14b-2:2b, 8-10 | Salmo 131: 1, 2, 3 | 1 Tes 2:7b-9, 13 | Mt 23: 1-12

Supongo que al final la respuesta es el amor. Suena bonito, suena repetido, pero así es. Sólo con amor seremos capaces de superar todo esto que nos sucede. De hecho, si se hubiera escuchado más a Cristo, la historia de la humanidad en los últimos dos mil años hubiera sido mejor. Hemos crecido mucho desde que Dios plantó su tienda entre nosotros. Pero aún falta. Por eso regresamos una y otra vez a la Palabra de Dios buscando luz, inspiración y guía.

¿Qué es lo que desconsuela nuestros corazones y nuestras mentes y las convierte en una noche profunda? La respuesta que demos a esto determinará nuestro ritmo de vida. En este mundo cada vez más tecnológico y automatizado, la meditación sigue siendo indispensable. Hay que detenerse, pensar, reflexionar, sentir, poner la mente y el corazón al servicio del autoconocimiento y del crecimiento. En el silencio nos encontraremos con nosotros mismos y, dentro, muy dentro, con nuestro Dios y Señor, creador, redentor y santificador.

Aunque conocemos estas ideas, sigue siendo necesario repetirlas a tiempo y a destiempo (2 Tim 4:2). Por desgracia hoy podría regresar Jesús y decir las mismas palabras 2,000 años después y aún aplicarían. Los predicadores no practican lo que enseñan. Los poderosos imponen cargas que ellos mismos nunca cumplirán. Los hipócritas siguen vendiendo verdades. En fin, nosotros continuamos pensando que hay que hacer lo que ellos dicen, pero no lo que hacen (Mt 23:3). Esto demuestra que mucho en nuestro comportamiento todavía no ha cambiado.

En las otras dos lecturas de hoy, encontramos una idea complementaria muy atractiva. En ambos casos, habla alguien con autoridad. Las palabras padre y madre apelan implícitamente a la función de custodio, protector, guía, educador, que tienen los progenitores. Las ordenanzas recibidas a través del profeta o del apóstol son mandamientos para nuestro bien, no para controlarnos la vida. Son las directrices que los padres amorosos darían a sus hijos para ayudarlos a crecer.

Esta es la gran diferencia entre los mandamientos de la ley de Dios y los yugos que imponen los hombres. Dios —quien tiene la autoridad absoluta y podría imponerla— nos trata como un padre trata a sus hijos, pensando en nuestro bienestar y ayudándonos a madurar en un ambiente sano y próspero. Dios es el creador de todo y tiene el derecho a imponer forzosamente sus criterios. Pero no lo hace, porque es padre y el padre verdadero desea convencer, no oprimir.

En el silencio nos encontraremos con nosotros mismos y, dentro, muy dentro, con nuestro Dios.

En cambio los “otros” no tienen ese corazón lleno de amor. Por eso lo que hacen no da vida, sino que recorta, ahoga, carga. Saben “mandar”, pero sin el necesario amor para que sus decisiones estén dirigidas hacia el bien común. Usan su posición de poder para creerse mejores o no obedecer a la ley de Dios, para abusar y engañar. Ejercen la autoridad como si fuera una burbuja que los aparta de los demás. De hecho, se aíslan en su mundo imaginario creado a su medida mientras machacan al prójimo. Carecen de amor. Por eso dramáticamente Jesús dice: “No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23:9).

Esta es la gran denuncia de Jesús: se supone que en el proyecto divino amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo; pero en la práctica, Dios se queda solo en la tarea de ser maestro, consejero y padre. Los que recibimos la Palabra sabemos nuestra vocación de ser como nuestro Padre del cielo. Ahora, como no hemos sido capaces de cumplir, Dios nos retira los títulos que ostentábamos junto al Creador. Por eso ya no podemos llamarnos maestros, consejeros o padres. Jesús reconoce la dureza total del corazón de aquellos que se vuelven soberbios al beber de las fuentes bíblicas.

Se vislumbra la necesidad de una gran revisión personal y comunitaria, individual y social; una meditación profunda sobre los parámetros en el ejercicio del servicio y la autoridad. Hay que empezar de nuevo a canalizar nuestra actitud. Por eso Jesús comienza por quitarnos los títulos.

Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.

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Oración

Señor, volvamos a empezar. Reorganicemos entre los dos esta vida mía, mis deseos y mis luchas. Hagamos que esta vez, despojado de mis títulos, consigamos que todo funcione bien. Señor, dame lo que mandas y manda lo que quieras. Amén.

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