6 de mayo de 2018
6 domingo de Pascua, B
Lecturas: Hch 10: 25-26. 34-35. 44-48 | Salmo 97 | 1 Jn 4: 7-10 | Jn 15: 9-17
Todos sabemos bien que el evangelio de Jesucristo se resume en el siguiente mandamiento: amar a Dios y amar al prójimo. También sabemos –porque nos lo dice La primera epístola de Juan– que Dios es amor. Cuando Dios quiere dar una definición de sí mismo utiliza la palabra amor.
Ríos de tinta han corrido a lo largo de los siglos hablando del amor. La mayor parte de las canciones que escuchamos en la radio hablan de amor. Dedicamos canales de televisión a emitir sólo historias de amor. Nos detenemos al ver una boda en la puerta de la iglesia y sonreímos inspirados por el amor de quienes deciden unirse. Seguimos creyendo en el amor. O al menos tenemos esperanza en que “el amor triunfará”. Queremos creer en el amor.
Al mismo tiempo, la historia de la humanidad está plagada de antiamores: luchas, supervivencias a costa del otro, masacres… Muchos han pedido que dejemos de hablar del amor y reconozcamos que el mundo se mueve por egoísmos. Hoy es diferente. Después de la Generación X, parece que el amor ha muerto. Las generaciones sucesivas sacralizan el cotilleo obsesivo de Facebook y hablan de “amigos con derechos”.
Entonces, ¿con qué nos quedamos?
Para responder, vamos a usar un símil fácil de entender: cocinar. Al cocinar usamos una receta que nos precisa los ingredientes. Si ponemos un ingrediente extra, la receta es nueva. Tal vez sea sabrosa, pero no es la original. A veces, añadir un ingrediente extra arruina el producto final. Así sucede con el ser humano. Dios usó una “receta”. En ella lo que identifica al ser humano y lo hace especial es ser “imagen y semejanza de Dios” (Gén 1:26).
Si Dios es amor, su imagen será amor. Y si no lo somos, no estamos viviendo nuestra esencia. El odio no es de Dios y, por ello, no es constituyente del ser humano; no forma parte de la “receta”. El día que se nos meta esto en la cabeza y en el corazón, todo cambiará para mejor. No, no soy optimista en exceso, simplemente soy realista.
El amor –que es Dios– se fundamenta en buscar la esencia de la persona y, por eso, en dar oportunidades. En este recorrido pascual llegamos a la culminación del proceso: el “primer día” de los gentiles. También sobre ellos se derramó el Espíritu Santo (Hch 10:44). Se rompió al fin la barrera de la raza y nación que tanto mal hace al mundo. El Espíritu Santo entró en aquellos que le permitieron entrar. Para que eso pase, hace falta se cocinar según la receta de Dios.
Hay un punto que quiero destacar. Los que habían venido a la fe –procedentes del judaísmo que vieron ese momento– se asombraron (Hch 10:45). Fueron testigos de la obra del Espíritu y se asombraron porque nunca habían visto algo así. Ni habían quizá pensado que podría pasar. Pero como ellos habían experimentado ya su “primer día”, aceptaron que los gentiles tuvieran el suyo.
Por desgracia, no todos los cristianos procedentes del judaísmo reaccionaron igual. En Jerusalén, algunos criticaron a Pedro por compartir con los gentiles (Hch 11:2). Pero “cuando los hermanos de Jerusalén oyeron estas cosas, se callaron y alabaron a Dios, diciendo: —¡De manera que también a los que no son judíos les ha dado Dios la oportunidad de volverse a él y alcanzar la vida eterna!” (Hch 11:18).
Pedro experimentó el amor de Dios en sí mismo al ser perdonado y recuperado para el servicio. Jesús había dicho: “Mi mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes” (Jn 15:12). Pedro había sido amado por Jesús también cuando era pecador, cuando estaba alejado y excluido. Así, Pedro pudo abrirse a la posibilidad de que Dios perdonara también a todos los otros. Simplemente los amó; miró con amor a los gentiles.
Les dejo una pregunta: ¿A qué “otros” que usted conoce le gustaría dar otra oportunidad? Piénselo y ojalá actúe en consecuencia.
Aprovecho este Día de la Madre en España para felicitar a las lectoras que nos siguen desde allá, en especial a mis hermanas que cada semana acompañan fielmente el caminar espiritual de La Palabra y el mío propio. A vosotras que Dios os permitió compartir lo más grande de Él, que os anime para seguir dando vida en cada cosa que hagáis por vuestros hijos.
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Oración
Padre nuestro, Padre de todos que, por medio del Amor de Cristo y del don del Espíritu Santo, nos unes en un solo corazón y una sola mente: conviérteme esta semana más que nunca en agente de cambio para que el Reino alcance a todos. Amén.