Cuando empecé mi preparación para la primera comunión, siempre imaginé la eucaristía como el acontecimiento en el que Jesús se hacía pan, pero pan lechuguino. Porque así debía ser el Señor: hermoso a la vista, suave al tacto, tostado y crujiente, que se sintiera cómo se partía por nosotros.
La venida del Espíritu Santo no fue un hecho aislado, ni un supermilagro cúralotodo, sino un proceso. Las conversiones de un minuto a otro son poco menos que imposibles. Es como dar velocidad a un carro; se puede hacer más rápido o más lento, pero no sucede ir de cero a cien en un momento. Hasta la Historia de la Salvación necesitó siglos.
Cuando san Pedro nos dice que compartamos los sufrimientos de Cristo no es para sufrir más de lo que nos toca, sino para estar en solidaridad y comunión con Aquel que no dudó en padecer con los que encontró.