Las cosas de Dios no funcionan como en los cómics. Para poder tener un superpoder hay que creer en uno mismo: el superpoder es la fe.

La medicina de Dios no es lotería para calmar la economía, ni pastillas para calmar los nervios.

El don de Dios es la sabiduría. Salomón la recibe como un acto misericordioso de Dios.

Hay quienes deberían ser trigo y son cizaña; quienes se creen trigo y son cizaña.

Este gran mito de la efectividad nos está consumiendo. Es como si viviéramos todavía atrapados por la concepción del “tanto tienes tanto vales”, “el que no tiene padrino no se bautiza” y “cría fama y échate a dormir”.

No temamos en convertirnos en pordioseros. Cristo mismo lo hizo siempre.

Jesús no era un solitario autosuficiente y egocéntrico, sino alguien que necesitaba estar con otros.

En el Evangelio de hoy, Jesús enfrenta una de las cuestiones interiores más sensibles y complicadas del ser humano: el miedo.

Para poder expresar todo esto, se nos ocurrió ponerle la imagen más humana de Dios, que es Cristo encarnado.

Cuando empecé mi preparación para la primera comunión, siempre imaginé la eucaristía como el acontecimiento en el que Jesús se hacía pan, pero pan lechuguino. Porque así debía ser el Señor: hermoso a la vista, suave al tacto, tostado y crujiente, que se sintiera cómo se partía por nosotros.